Cuando el fútbol se enamoró de Vladimir Putin

 

Gianni Infantino, presidente de FIFA, y Vladimir Putin, presidente de Rusia, durante la final del Campeonato del Mundo de fútbol de 2018 celebrada en el Estadio Luzhniki de Moscú.

El pasado 28 de febrero, FIFA y UEFA expulsaron a la Federación Rusa de Fútbol de todas sus competiciones, incluido el próximo Mundial de Qatar. Unos días después, el gobierno británico congelaba el patrimonio de Roman Abramovich en Inglaterra. “¿A alguien le preocupó que Abramovich llegara al Chelsea? Cuando compraron al Newcastle, ¿les importó a los aficionados? Creo que en ambos casos es más que evidente de dónde viene el dinero. Todos lo sabemos y todos lo aceptamos”, reflexionaba hace unos días Jürgen Klopp. Abrazados, mimados y agasajados por el fútbol europeo hasta hace sólo unos días, hoy Vladimir Putin y su ejército de oligarcas son los grandes enemigos de un deporte al que financiaron durante al menos dos décadas sin demasiados cuestionamientos éticos

Daniel González

Gianni Infantino, presidente de FIFA, estaba tan cómodo en su discurso inaugural del Mundial de Rusia de 2018 que incluso se permitió bromear delante de las 80,000 personas que llenaban el Estadio Luzhniki de Moscú. “A partir de hoy, y durante un mes, el fútbol conquistará Rusia. Y desde Rusia, conquistará el mundo”, dijo. Vladimir Putin, a su lado, sonreía. Era, por supuesto, el centro del universo, el político más famoso y atractivo del momento. Sólo un año después, Infantino, que no había dejado de repetir que el de 2018 había sido el mejor Campeonato del Mundo de los 21 disputados hasta la fecha, regresaría a Moscú para ser condecorado por el propio Putin en persona con la Orden de la Amistad del Kremlin, la más importante de las medallas que la Federación Rusa entrega a ciudadanos extranjeros “cuyos trabajos y esfuerzos hayan estado destinados a mejorar las relaciones de Rusia con sus ciudadanos”. “Este no es el final, sino el principio de una fructífera relación de interacción y cooperación”, respondía, agradecido, el propio Infantino. Hace dos semanas, con motivo de la invasión de Ucrania, UEFA y FIFA, las dos organizaciones más poderosas del fútbol mundial, decidían excluir a la Federación Rusa de sus competiciones, además de trasladar a París la final de la Liga de Campeones, en un principio prevista en el Gazprom Arena de San Petersburgo.

Pero para entender cómo Rusia consiguió organizar el Campeonato del Mundo de fútbol de 2018 es necesario viajar al Johannesburgo de 2010. Allí, sólo dos días antes del partido inaugural del Mundial de Sudáfrica, FIFA organizó una “exposición de ofertas” en la que las candidaturas y los delegados compromisarios pudieran reunirse, cabildear e intercambiar impresiones de cara a la inminente votación que decidiría la sede definitiva de la Copa del Mundo de 2018. Encabezada por Igor Shuvalov, viceprimer ministro y hombre de confianza de Vladimir Putin, la delegación rusa, que también incluía al futbolista del Arsenal Andrei Arshavin, había aterrizado en Sudáfrica apenas unas horas antes a bordo del avión privado de Roman Abramovich, propietario del Chelsea y oligarca de cabecera de Putin en territorio europeo. Lo cuenta Ken Bensinger en ‘Tarjeta roja, el fraude más grande en la historia del deporte’. “Cuando la exposición de ofertas llegaba a su fin, Abramovich abandonó la sala junto a Sepp Blatter, el presidente suizo de FIFA. Toda la atención de los medios estaba en David Beckham, miembro de la candidatura inglesa, así que casi nadie se dio cuenta de que se marchaban juntos. Enfrascados en una conversación silenciosa, el multimillonario ruso, inusualmente bromista y dicharachero, y el presidente de FIFA subieron por las escaleras mecánicas en dirección a la segunda planta del centro de convenciones. A continuación, se metieron en una sala de reuniones privada y cerraron la puerta”, escribe el periodista. Seis meses después, España, Inglaterra y Estados Unidos, especialmente, veían en Zúrich cómo el todopoderoso comité ejecutivo de FIFA elegía a Rusia, contra todo pronóstico, como país organizador del Campeonato del Mundo de 2018 mientras Abramovich festejaba incrédulo en las butacas. “Que se afloje los bolsillos y que nos ayude. Tiene tanto dinero que ni lo sentirá”, declararía Putin a los medios apenas unas horas después de la decisión.

Roman Abramovich, leal a Boris Yeltsin, primero, y a Vladimir Putin más tarde, fue el primero de los grandes oligarcas emergidos tras el colapso de la Unión Soviética que se acercó a Londres, capital espiritual del nuevo capitalismo ruso. En 2003, ya milmillonario tras vender a Gazprom una compañía pública de gas adquirida por una centésima parte de su valor durante la era Yeltsin, compró una mansión en Mayfair y atracó un megayate en el Támesis, metáfora perfecta de la relación que Inglaterra mantendría a partir de entonces con los miles de millones de libras esterlinas que llegaban a la City procedentes de los gasoductos que, desde Siberia, surtían a media Europa. Además, compró el Chelsea, el primer paso de un nuevo poder blando que, a través del fútbol, Putin trataría de ir imponiendo en algunas de las principales ligas y competiciones del continente en los años sucesivos mientras su gobierno y Gazprom (de propiedad público-privada; esto es, estado más oligarcas) sembraban Europa de gasoductos. “No hay nada extraordinario, ni tampoco hay segundas intenciones en la decisión de Abramovich de comprar el Chelsea. Es un club próspero, de una gran capital europea, con un gran estadio y varios hoteles. Es, simplemente, una buena inversión”, declaraba en el Times Valeri Dragánov, vicepresidente de la Federación Rusa y diputado cercano a Putin.

En Alemania, al calor del Nord Stream 2, la infraestructura con la que Angela Merkel esperaba garantizarse su soberanía energética, llegaría la colaboración de Gazprom con el Schalke 04, al que convertiría en una potencia europea gracias a un contrato de patrocinio de 25 millones de euros anuales firmado durante una visita oficial de Vladimir Putin al país. En Belgrado, el Estrella Roja se asomaba a la bancarrota cuando Gazprom se hizo con el 51 por ciento de la compañía estatal de petróleo. Unos días después, el club más importante de la antigua Yugoslavia firmaba un acuerdo de esponsorización de 3,8 millones de euros anuales en cuya gestión participaría directamente Peter Skundric, entonces ministro de Energía de Serbia, país que había apostado con fuerza por el hoy cancelado South Stream. Con UEFA, la relación no llegaría hasta 2012, cuando Gazprom, ya el caballo de Troya de un gobierno ruso cada vez más autoritario, firmó con la organización “el mejor contrato de patrocinio de la historia de la Liga de Campeones”, según la consultora SportBusiness Sponsorship por encima de los 45 millones de euros anuales tras su renovación el año pasado.

Abramovich fue un pionero del desembarco ruso en Londres, pero no el único. Alisher Usmanov, el tercer hombre más rico de Rusia con una fortuna estimada por Forbes en 18,000 millones de dólares, se convirtió en 2007 en el principal accionista minoritario del Arsenal tras hacerse con el 15 por ciento de las acciones del club, que elevaría al 30 por ciento en 2009. Nacido en Uzbekistán durante el periodo soviético, Usmanov supo acercarse al Kremlin a finales de los 80 para recoger las migas de la Perestroika, a las que convirtió en USM Holdings, un conglomerado desde el que maneja OAO Melloinvest, la compañía de extracción de hierro más grande de Rusia, y MegaFon la segunda compañía de telefonía móvil del país, además de sugerentes cantidades invertidas en Twitter, Google y Facebook. En 2018, tras vender sus acciones del Arsenal al estadounidense Stan Kroenke, Usmanov se acercó a Liverpool y Everton, a los que patrocinaría a través de su ropa de entrenamiento, sus estadios o sus ciudades deportivas.

Ataque en la línea de flotación
La relación especial que había mantenido el fútbol europeo con el capital ruso a lo largo de todo el siglo XXI se vino abajo de manera repentina tras la invasión militar de Ucrania por parte de Rusia el pasado 24 de febrero. Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea lanzaron entonces una batería de sanciones destinadas a atacar la línea de flotación de la economía rusa; esto es, sus oligarcas. Cuatro días después del inicio de la guerra, UEFA y FIFA decidieron expulsar a la federación de Rusia de todas sus competiciones, aunque permitiendo, eso sí, que los clubes locales puedan disputar sus partidos domésticos en territorio neutral hasta nueva orden. Además, UEFA también canceló unilateralmente el patrocinio de Gazprom con la Liga de Campeones. En apenas unas horas, todo el patrimonio de Roman Abramovich en suelo británico, incluido el Chelsea, fue congelado, comprometiendo la vida deportiva del club tanto en la Premier League como en la Liga de Campeones. El Dilbar, el megayate de 160 metros de eslora de Alisher Usmanov, fue retenido en Alemania, donde se encontraba atracado mientras los contratos de USM Holdings con Liverpool y Everton eran rotos de manera automática y el Schalke 04 anunciaba que eliminaba el logo de Gazprom de la ropa y las instalaciones de la entidad. Sólo Jürgen Klopp parecía poner un poco de cordura. “¿A alguien le preocupó que Roman Abramovich llegara al Chelsea con todo su dinero? Cuando compraron al Newcastle, ¿les importó a los aficionados? Creo que en ambos casos es más que evidente de dónde viene el dinero. Todos lo sabemos y todos lo aceptamos. Es nuestra culpa. Hemos fallado como sociedad”, explicaba el técnico del Liverpool sobre unas inversiones cuyo origen era el mismo hace dos décadas que en la actualidad.

Rusia, pues, no disputará el próximo Campeonato del Mundo de Qatar, conseguido, según Ken Bensinger, gracias a la corrupción rusa. “En abril de 2010, Igor Sechin, viceprimer ministro de Vladimir Putin, viajó a Qatar para discutir un proyecto masivo de extracción de gas natural. Ese mismo mes, la candidatura de la Copa del Mundo de Rusia también viajó a Doha. Según Christopher Steele, exespía del MI-6 contratado por Inglaterra para investigar a sus rivales, además de los acuerdos masivos de gas, los emisarios se confabularon para intercambiar votos para la Copa del Mundo. Rusia prometería los votos de los miembros que controlaba en el comité ejecutivo de FIFA para Qatar 2022, y Qatar prometería que, a cambio, sus miembros comité ejecutivo elegirían a Rusia para 2018. Otras fuentes también filtraron que algunos funcionarios rusos habían tomado pinturas del Museo del Hermitage de San Petersburgo para ofrecerlas en Qatar a cambio de votos”, relata el periodista. Según The Guardian, más de 6,500 trabajadores, “muchos de ellos en condiciones laborales cercanas a la esclavitud”, fallecieron durante la construcción de los estadios que albergarán los partidos del Mundial de Qatar.

 
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