Gazza en Italia, los años dorados

 

Paul Gascoigne trata de proteger el balón ante la presencia de Lothar Matthäus durante las semifinales del Mundial de Italia 90 disputadas en el estadio Delle Alpi de Turín el 4 de julio de ese año.

Dos años antes de la fundación de la Premier League, un joven inglés de clase obrera emocionaría a todo un país con sus lágrimas durante las semifinales del Mundial de Italia 90. Aquel gesto espontáneo del bisoño Paul Gascoigne, toda una novedad para la conservadora Inglaterra futbolística y hoy un recuerdo imborrable de la cultura popular británica del siglo XX, inauguraría la llamada Gazzamania, que alcanzaría su clímax con su fichaje por la Lazio en el verano de 1992. Tres temporadas después, una entrada fortuita del todavía jovencísimo Alessandro Nesta despertaría del sueño a una sociedad que creía haber encontrado en aquel ‘geordie’ al nuevo Bobby Charlton. Gascoigne, ya convertido en Gazza, regresaba a Gran Bretaña, el primer paso de un descenso a los infiernos que se prolonga hasta nuestros días

Daniel González

Paul Gascoigne llegó al Mundial de Italia 90 como una promesa. Veintiocho días después, ya de regreso en Inglaterra, era una de las principales figuras de la cultura popular británica del siglo XX. Nacido en 1967 en Gateshead, a orillas del Tyne, aquel joven y descarado futbolista “más imaginativo y creador que perseverante”, según sus críticos, nunca olvidaría sus raíces de clase trabajadora. Tampoco cuando ascendió a la cima del fútbol mundial o cuando recibió el prestigioso galardón de Hombre del Año de la BBC, que celebró “tomando pintas en un pub. ¿Existe otra forma?”, se preguntaba. Dos años antes de aquel Campeonato del Mundo, aquel hijo de la clase trabajadora del nordeste de Inglaterra, el joven que vio morir a su amigo más cercano y a los padres de sus compañeros de escuela desmoronarse por el alcohol y el desempleo había firmado el contrato de su vida (y uno de los más suculentos de la historia del fútbol inglés) con el Tottenham Hotspurs, que había puesto sobre la mesa del Newcastle, su club de siempre, una oferta imposible de rechazar. “Eran un montón de cientos de miles de libras. Ni siquiera recuerdo la cantidad exacta. Pero lo que de verdad me hizo firmar el contrato fue la casa que les dieron a mis padres”, recordaba, orgulloso, el propio Gascoigne en ‘Glorious’, su excelente biografía, en la que también reconocía que Terry Venables, escritor de novela negra y técnico del Tottenham a tiempo parcial, le prometió “la selección nacional”.

Al mismo tiempo, el fútbol inglés se sumergía en su propia burbuja de decadencia. Con los clubes locales vetados por UEFA en las competiciones europeas tras la tragedia de Heysel, el equipo de Inglaterra había regresado de la Eurocopa de 1988 humillado tras caer en la primera fase, con un bagaje de tres derrotas, siete goles en contra y sólo dos a favor. El modelo de Bobby Robson, enraizado en la tradición colectiva del fútbol inglés, se había mostrado demasiado anticuado ante la disciplina soviética y la estudiada frescura holandesa. Era necesario un cambio. “El futuro pasaba por Gascoigne. Dave Sexton, el entrenador de la sub-21 no paraba de repetir que era el talento británico más grande desde George Best y en Newcastle, con su exceso de peso y sus aventuras fuera del campo, ya había demostrado calidad suficiente para liderar cualquier equipo”, recordaba el escritor Norman Giller, seguidor histórico de los Spurs, en la revista Four Four Two. El cambio de Bobby Robson, que además de a Gascoigne (promesa cumplida de Terry Venables) también recuperaría al talentoso Glenn Hoddle, marginado en la Eurocopa anterior, llegaría en marzo de 1989, en un amistoso que Inglaterra disputaría frente a Dinamarca en Tirana (Albania) y en el que Gascoigne dejaría su primera anécdota para la posteridad. “Estaba tan aburrido que empezó a dar de comer pequeños trozos de jabón a las gallinas que rodeaban el hotel. Más tarde lanzó insignias y pins a los viandantes, provocando un accidente de circulación”, explicaría Paul Parker, novato como él en un equipo que, por primera vez en décadas, se iluminaba desde el talento individual, como si el thatcherismo que ya arrastraba a toda la sociedad británica se hubiera filtrado en el tradicional espíritu colectivo del fútbol inglés.

Aquella selección, crucificada por los medios de comunicación mucho antes del gran evento mundialista (obligaron a Bobby Robson a asegurar públicamente que abandonaría el cargo una vez terminado el torneo), llegó a Italia en medio de las mayores medidas de seguridad de la historia del campeonato. La tragedia de Heysel y los escarceos y reyertas con las que los hooligans sorprendían a las ciudades que visitaban llevaron al gobierno italiano a prepararse “para una guerra”. “Estaban listos para cualquier tipo de disturbio o pelea callejera, pero lo cierto es que el comportamiento de la afición inglesa, exceptuando casos aislados, fue excelente. Se demostró que si a un humano le tratas como a un humano normalmente se comporta como un humano”, reflexionaba pocos meses después de la final el periodista James Richardson.

Una sorpresa similar se produjo en el terreno deportivo, catalizada además por un esperado cambio de testigo que iba a revolucionar no sólo el fútbol inglés, sino a la propia Inglaterra. Lo cuenta Pete Davies en su libro ‘One Night in Turin’. “Tras el empate sin goles frente a Holanda, algunos jugadores, entre ellos Bryan Robson, Chris Waddle y Paul Gascoigne, se quedaron a tomar unos tragos en el bar del hotel. Ante la posibilidad de ser descubiertos por Bobby Robson, se movieron a la habitación de Gascoigne, donde este empezó a saltar encima de las camas. En un momento, una de ellas se rompió, fracturando uno de los dedos del pie de Bryan Robson. La versión oficial del equipo fue que había recaído de viejos problemas en su tendón de Aquiles. Doce horas después, Gascoigne saltaría con todas sus fuerzas en la piscina del hotel, lastimándose otro dedo, una lesión que, según sus propias palabras, le impediría rendir al máximo en los entrenamientos”. Robson había apostado por el infame para los británicos “let them play” dentro y fuera de los estadios y los resultados no tardaron en convencer al mundo de la calidad de aquel grupo de jugadores. Dos agónicas victorias sobre Bélgica y Camerún e Inglaterra regresaba a las semifinales de un Campeonato del Mundo de fútbol, las primeras en suelo extranjero. Enfrente, Alemania. La República Federal Alemana, para ser exactos.

Nacimiento de la Gazzamania
Con apenas un puñado de revistas en el mercado global, sin internet ni tampoco televisión por satélite y con las ligas europeas aún encerradas en sí mismas, el Mundial de Italia 90 fue quizá el último en el que, en apenas 30 días de competición, un futbolista pudo saltar del anonimato al estrellato. Sergio Goycoechea, Robert Prosinecki, Dragan Stojkovic o Salvatore Schilacci, desconocidos la mayoría para el gran público, cumplieron con esa premisa. Gascoigne, 23 años, se convertiría en leyenda. No importó la derrota por penales frente a la maquinaria infalible de Franz Beckenbauer. Lo que importaron fueron sus lágrimas sobre el césped de Delle Alpi cuando el árbitro le mostró la tarjeta amarilla que le impediría disputar una hipotética final en el Olímpico de Roma. Gascoigne lloraba. Medio planeta lo haría con él. Al fin y al cabo, en apenas veinte días se había erigido como el representante de una nueva Inglaterra que empezaba a rebelarse contra sí misma tras la caída del Muro. El chico de clase trabajadora que, a base de esfuerzo personal (puro thatcherismo) había alcanzado las cotas más altas de su profesión en un deporte colectivo, pero también un representante del llamado “hombre nuevo”. Un chaval de pub, tu vecino de enfrente, duro, capaz de llorar frente a millones de espectadores. Aquellas lágrimas de Turín dejarían dos legados: un apodo eterno, Gazza, y la pasión por el calcio que se despertaría entonces en Inglaterra y a la que contribuirían de manera definitiva el propio Gascoigne y el recién creado Channel 4, volcado con lo que bautizaron como los “Italian Nineties”.

“Cuando miré a la grada y vi a la multitud, volví a llorar. Eran aficionados que habían venido desde todas las esquinas de Inglaterra y pensé que nunca volvería a tener una sensación como esa. Podría haber jugado dos horas más. Haber jugado durante todo el verano sin parar”, confesaba Gascoigne en su autobiografía, en la que señala que aquellas emociones se transformarían en el combustible que le llevarían poco después a firmar su primer contrato en Italia, pospuesto por, una vez más, una mezcla de mala suerte y vida disoluta. Una lesión en los ligamentos cruzados de su rodilla derecha durante la final de la FA Cup de 1991 con el Tottenham y una posterior pelea en un pub durante la rehabilitación le mantendrían 16 meses alejado de los terrenos de juego. Hasta el verano de 1992, cuando la Lazio de Sergio Cragnotti, propietario de Cirio, uno de los conglomerados alimentarios más grandes del país, puso 5,5 millones de libras esterlinas por su contratación. Junto a él, llegarían a Roma ese año Aron Winter (Ajax de Ámsterdam), Diego Fuser (Inter) y Giusseppe Signori (Foggia), mientras que al año siguiente lo harían Alen Boksic (Olympique de Marsella), Pierluigi Casiraghi (Juventus), José Chamot (Foggia) y Roberto Di Matteo (FC Arau). Todos ellos dirigidos por el mito Dino Zoff. El Lazio era uno de los mejores equipos del continente y Gazza su gran referente internacional.

Acosado por la presión, que él mismo reconoció incapaz de manejar, y por los métodos de entrenamiento italianos, Gazza dejaría en Roma la sensación de proyecto inacabado. El talentoso artista incapaz de encontrar la inspiración necesaria para transformar sus ideas en obras conclusas. Tras una primera temporada brillante, con una quinta posición en la tabla (la más alta para la Lazio en dos décadas) y 22 partidos como titular, Gascoigne se enfrentaba al año de su reválida en Italia, que suspendió sin dificultades. “Los entrenamientos eran horribles. Nunca había visto una cosa igual. Nos hacían análisis de sangre, nos medían el ritmo cardíaco, el peso… Teníamos más cables en nuestro cuerpo que una computadora”, bromeaba el centrocampista. “Una vez, Zoff me vio tan cansado que me mandó una semana de vacaciones a la Costa Amalfitana, cerca de Nápoles. Le dije que por favor no lo hiciera, que yo no sabía estar de vacaciones. Pero igualmente me envió. Cuando volví, lo hice con cinco kilos de más. Yo le había avisado. No me podía decir nada”. Zoff acabaría siendo despedido ese mismo verano, dejando paso a Zdenek Zeman, según Gascoigne “el peor entrenador de mi vida”. Incapaz de comprender el alma libre del centrocampista inglés, el checoslovaco le entregaría su puesto a Roberto Di Matteo, la primera piedra de una sepultura anunciada. En abril de 1994, durante un entrenamiento en Roma, un jugador juvenil llamado Alessandro Nesta le provocó una fractura en su pierna derecha que pondría fin a tres temporadas en Italia.

Ese mismo verano, con la Premier League transformada en un producto de entretenimiento global y con la televisión por satélite colonizando los hogares británicos, Gascoigne regresaría su isla. No a Inglaterra, sino a Escocia. Al Glasgow Rangers. La Gazzamania sólo cambiaba de escenario. Mark Perryman, autor y cofundador de Philosophy Football, lo tiene claro. “La Premier League y la Liga de Campeones se crearon en 1992, y ninguna de las dos cosas habrían ocurrido de no ser por Gascoigne. Gascoigne demostró a la FA, a los patrocinadores y a las televisiones que el fútbol tenía el potencial de llegar a partes de la población inglesa que nadie más podía”.

 
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