El Dinamo de Kiev y el nacimiento del fútbol moderno

 

La plantilla del Dinamo de Kiev celebra el título de campeones de la Recopa de Europa de 1986, logrado frente al Atlético de Madrid en el Stade Gerland de Lyon.

En 1986, el Atlético de Madrid de Luis Aragonés fue goleado por el Dinamo de Kiev en la final de la Recopa de Europa disputada en el Gerland de Lyon. El segundo tanto de aquel partido, anotado por Oleg Blokhin tras una jugada colectiva dirigida por Igor Belanov, a la postre Balón de Oro, significó la obra cumbre del modelo táctico que había catalizado el alumbramiento del fútbol moderno apenas dos décadas antes. Mediada la década de los 60, tras una epifanía durante la final del Mundial de Suecia de 1958, Viktor Maslov, orgulloso socialista, inventaría en la Unión Soviética el 1-4-4-2, preludio del juego de presión y de la defensa en zona que otro técnico ucraniano, Valeri Lobanovsky, llevaría hasta el otro lado del Telón de Acero para levantar el primer título continental del fútbol soviético

Daniel González

Para Martí Perarnau, autor de ‘Herr Pep’ y quizá el periodista que mejor conoce a Josep Guardiola, la etapa del entrenador catalán al frente del FC Barcelona comenzó a desvanecerse tras la final de la Copa Mundial de Clubes de 2011 frente al Santos. “Ese partido fue su momento cumbre. Ahí tocó techo en cuanto a juego y creo que ahí también empezó a fraguarse su proceso de salida”, declaraba hace unos años el periodista. Aquel día, el Barcelona formaría con tres defensas centrales y siete centrocampistas para anotarle cuatro a Neymar, Ganso, Elano y Danilo y certificar de paso el nacimiento de lo que Juan Román Riquelme denominaría años más tarde como “el equipo de los cinco enganches”. “Guardiola aspira a la integración en un mismo modelo del fútbol total de Rinus Michels y Johann Cruyff con los rasgos de velocidad vertical de los alemanes. Por supuesto, esta no es una aspiración sólo suya”, escribe Perarnau, quien menciona como predecesores en esa búsqueda de la alquimia táctica a la Máquina de River de los 40, “el equipo que sembró las primeras semillas del fútbol integral”, y a dos soviéticos: Viktor Maslov y Valery Lobanovsky.

Leyenda y capitán del Torpedo de Moscú de las décadas de los 30 y 40, Viktor Maslov viajaría en 1958 a Estocolmo para presenciar en directo la final del Campeonato del Mundo que enfrentaría a Brasil y Suecia. Con dos goles de Pelé, dos de Vavá y uno de Zagallo, la victoria (2-5) no sólo significaría el primer título para los sudamericanos, sino también la oficialización del 1-4-2-4, el sistema inspirado en aquella “dupla lanzada” de Alfredo Di Stéfano y Ángel Labruna en River Plate y que Zezé Moreira había adaptado a sus necesidades sin intelectualizar demasiado el proceso. “Ponía a los mejores, los que mejor me acomodaban para que todos rindieran como yo esperaba”, decía Moreira a los medios. El sistema, carta de defunción y esquela de aquella WM tan característica del fútbol europeo durante la posguerra mundial, se convertiría en un fenómeno de masas e influiría en clubes sudamericanos y europeos por igual. Millonarios, Real Madrid y Universidad Católica de Chile, entre muchos otros impondrían este dibujo en sus equipos. Viktor Maslov, ya de regreso en la Unión Soviética lo revolucionaría.

Para Maslov, la ventana de oportunidad estaba en los espacios que aquel esquema dejaba en las zonas laterales del centro del campo, así que en el nuevo modelo que pergeñaría en su Torpedo de Moscú, los extremos, tradicionales atacantes, se convertirían en volantes en tareas defensivas. “Con ese posicionamiento, los equipos de Maslov podían empujar a sus rivales, recuperando el balón antes. Tenían superioridad en el centro del campo en ataque y en defensa. A pesar de que muchos le atribuyen el honor a Sir Alf Ramsey (seleccionador inglés en 1966), el fútbol moderno, la defensa en zona, la presión en campo contrario y el 4-4-2 nacieron en la Unión Soviética en la década de los 60”, escribe Jonathan Wilson en ‘Inverting the Pyramid’. “El marcaje al hombre humilla, insulta y desmoraliza al jugador que recurre a él”, repetía el propio Maslov. En apenas un par de campañas, aquel Torpedo de Moscú se elevaría como el mejor equipo de la URSS, dejando como legado una liga de la Unión Soviética y cuatro copas, además de la figura del creador, el 10, el hombre encargado de impulsar y diseñar aquel vertiginoso ataque tras la recuperación en campo contrario.

El prólogo moscovita continuaría con su desarrollo en Ucrania. Orgulloso socialista, Maslov llegaría al Dinamo de Kiev en 1964 con carta libre para poner en práctica esa suerte de economía planificada aplicada al fútbol: la suma de todas las partes, por pequeñas que fueran, para alcanzar un objetivo colectivo. A orillas del Dniéper, Maslov no sólo seguiría desarrollando sus novedosos conceptos, sino que también comenzaría a aplicar la ciencia a la actividad deportiva. La nutrición, los entrenamientos específicos y focalizados, las pretemporadas y el estudio del cuerpo humano se convirtieron en habituales en el Dinamo, con solo un título de liga y uno de copa hasta la llegada de Maslov. Un joven y prometedor futbolista, por el contrario, no soportaría aquella obsesión y apenas unas semanas después abandonaría Kiev rumbo al Chornomorets de Odesa, a orillas del Mar Negro. ¿Su nombre? Valery Lobanobsky, el futbolista que, sin jamás entenderse con Maslov, a quien sucedería en el banquillo del Dinamo una vez despedido, llevaría su modelo a la máxima expresión artístico-futbolística.

En mayo 1975, apenas doce meses después de tomar el cargo, el Dinamo de Kiev de Lobanovski viajaba a Basilea para enfrentarse al Ferencvaros en la final de la Recopa de Europa. Dice el periodista Blair Newman que aquel partido, 3-0 para los soviéticos, “fue un compendio de todo lo que él y Maslov habían hecho por el fútbol moderno”. “En esa final se vieron muchos de los fundamentos que Lobanovski había pedido a su eequipo. Presionaron desde el principio, cerrando los espacios cuando no tenían la posesión del balón y limitando las oportunidades del rival a la hora de atacar. Hay diferentes maneras de interpretar el sistema que utilizó el Dinamo, pero podría definirse en la universalidad del intercambio de posiciones”, explica.

Universalidad
Ese concepto de universalidad había alcanzado cotas mitológicas sólo un año antes con la Naranja Mecánica de Rinus Michels, con quien Lobanovski compartía filosofía a pesar de las distancias ideológicas y geográficas. Pero mientras en aquella Holanda, representante del lado occidental del telón, aún había margen para el desarrollo individual, el de Lobanovski, en cambio, era un engranaje perfecto con el éxito colectivo como único fin último. Dialéctica y materialismo histórico. Así lo demuestran los ocho títulos de liga, la Recopa y posterior Supercopa de Europa y las seis copas de su primera etapa al frente del Dinamo, tarea que compaginaría con la dirección de la selección de la URSS, a la que llevaría a la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Montreal de 1976 y a la final de la Eurocopa de 1988, en la que caería ante la Holanda de Marco Van Basten, Ruud Gullit, Frank Rijkaard y, claro, Rinus Michels. Dos años antes, en 1986, en pleno Glasnost y en su segunda etapa al frente del Dinamo, Lobanovsky había levantado su segundo título de la Recopa de Europa en una final histórica disputada en Lyon ante el Atlético de Madrid de Luis Aragonés (3-0). El modelo, sin embargo, era insostenible. La Unión Soviética de Mijail Gorbachov y sus países satélites habían iniciado un imparable proceso de apertura que llevaría a la mayor parte de las estrellas de aquel Dinamo ochentero a los mejores equipos de Europa. Igor Belanov se comprometió con el Borussia Mönchengladbach, Aleksandr Zavarov con la Juventus, Alexei Mikahilichenko con la Sampdoria y Oleg Kuznetsov con el Glasgow Rangers.

Lobanovski, incapaz de resistirse a los petrodólares de Emiratos Árabes Unidos y Kuwait, federaciones por las que deambuló tras el colapso de la URSS, regresaría al Dinamo de Kiev en 1997 para terminar la escultura que había comenzado casi tres décadas antes. En un país, Ucrania, completamente independiente y con un Dinamo más nacionalista que nunca, Lobanovski lograría alcanzar las semifinales de la Liga de Campeones de 1999 con una generación encabezada por un tal Andrei Shevchenko, acompañado en el ataque por Serhiy Rebrov y Vitali Kosovski, a su vez pilares de la selección nacional. “Estoy asombrado. El despliegue físico y táctico que ha mostrado este equipo en estas condiciones es algo que no se ve habitualmente”, decía el mismísimo Arsène Wenger tras ver cómo la electricidad del ataque ucraniano superaba sin excusas a su Arsenal sobre la nieve de Kiev.

A pesar de los elogios internacionales, aquel partido estaba aún muy lejos de representar en el gran símbolo del proceso de Lobanovski. Si para Guardiola su proyecto en el Barcelona tocó techo aquella noche de 2011 en Yokohama en la final del Campeonato del Mundo de Clubes frente al Santos, para el Dinamo de Kiev la epifanía tuvo lugar en octubre de 1981, después de una victoria por 3-0 frente al Zenit de San Petersburgo que era también el décimo título de liga para Lobanovski. “Viktor Maslov soñó que podía crear un equipo en el que todos los futbolistas participaran en el ataque. Es una pena que no esté vivo para ver el nivel de perfección de su legado”, publicó al día siguiente la Sportvyna Hazeta.

 
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