China, Mr. Soccer y la diplomacia del fútbol

 

Antes de ser presidente, Xi Jinping tenía un sueño: quería ver a China ganando un Mundial.

Cuando Xi Jinping alcanzó la presidencia de China, tenía tres deseos: que su país se clasificara para una Copa del Mundo, que organizara un campeonato mundial y que finalmente lo ganara. Para lograrlo, incluyó el fútbol como asignatura obligatoria en los colegios, proyectó una hoja de ruta para desarrollar la liga doméstica y la selección y construyó decenas de miles de canchas en todo el país. Seis años después de aquel “plan maestro”, China sigue sin clasificarse para un Mundial, sus equipos apenas cuentan con presencia internacional y la Superliga, otrora millonario destino para estrellas en decadencia, ha iniciado la competición con varios equipos y propietarios desaparecidos

Daniel González

Hubo un tiempo en el que Ezequiel Lavezzi era el futbolista mejor pagado del mundo. Ídolo en Nápoles y más tarde fichaje iniciático del primitivo Paris Saint-Germain de los emiratos, el argentino, que nunca figuró en las agendas de los grandes clubes europeos, firmaría en el verano de 2016 el que era en ese momento el mayor contrato de la historia del fútbol: 75 millones de euros libres de impuestos por tres temporadas, según Football Leaks. Al otro lado, el desconocido Hebei China Fortune, fundado en 2010 gracias a un acuerdo firmado por el gobierno de la región del mismo nombre y el Zhonji Group, importante grupo industrial cercano a Beijing. El fichaje no sólo movería las piezas del tablero del fútbol mundial, concentradas hasta ese instante en Europa y sus nuevos clubes-estado, también representaba el primer éxito mediático de la llamada “diplomacia del fútbol” oficializada tres meses antes por el propio Xi Jinping, presidente de la República Popular China y secretario general del PCCh. Cinco años después de la llegada de Lavezzi, con varios clubes en bancarrota, un puñado de dirigentes desaparecidos y la cancelación de la Copa de Asia de selecciones, de aquel proyecto estratégico para el futuro geopolítico de la nación apenas quedan las cenizas.

Escribe Alex Wu en The Epoch Times que el reservado y esquivo Xi Jinping comenzó a hablar abiertamente de fútbol en 2014, durante una gira europea. “Se lo mencionó a todos los jefes de Estado y medios de comunicación con los que se encontró en Holanda, Francia, Alemania y otros países. Trataba de demostrar que era un gran aficionado”, señala. “Son los mismos medios que más tarde lo bautizarían como ‘Mr. Soccer’”, continúa el periodista. El apodo no podía ser más acertado. Elegido presidente por la Asamblea Popular Nacional en 2013, poco antes de aquel viaje transcontinental había presentado una hoja de ruta de 50 puntos con la meta de impulsar el fútbol en el país y, de paso, llenar de millones la Superliga China, otra de las obsesiones del mandatario. La jugada era perfecta. Por un lado, cumplía con la doctrina que le había llevado a la cima del Partido; por otro, garantizaba la lealtad al régimen de los propietarios de los clubes, todos ellos nuevos ricos, todos ellos sospechosos de querer acercarse más de la cuenta al libre mercado. Un país, dos sistemas. “El sistema por el que se rige el fútbol es un microcosmos de la posición actual de China, a medio camino entre una economía planificada por el estado y una economía de mercado”, publicaba Susan Brownell, profesora de Antropología de la Universidad de St. Louis-Missouri.

Durante el mercado de invierno de la temporada 2015-2016, los clubes chinos se gastarían 337 millones de euros en fichajes, muy por encima de los 253 que invertiría la Premier League durante el mismo periodo, los 87 de la Serie A o los 36 que desembolsó La Liga. Todo ello, según un editorial de Quartz, “para impresionar al presidente”. Alex Teixeira (50 millones de euros), Jackson Martínez (42 millones), Ramires (28 millones) y Gervinho (18 millones) eran de repente los nuevos embajadores internacionales de una liga que ya empezaba a mostrar síntomas de crecimiento tras haber superado gravísimos casos de corrupción interna, amaños y compra-venta de partidos incluidos. Sería Marcello Lippi uno de los que colaboraría en el lavado de imagen. El técnico italiano, campeón del Mundo y gran pionero en tierras orientales, había convertido al Evergrande Guangzhou en campeón de la Champions de Asia, una de las competiciones más enrevesadas del planeta, y la selección nacional iba ascendiendo de a poco en el ranking FIFA (otra obsesión de Pekín) gracias, precisamente, al fichaje de Lippi, que entre 2016 y 2019 se sentaría en el banquillo de la selección nacional. El caldo de cultivo ideal para el lanzamiento del gran proyecto estratégico con el que China trató de conquistar el planeta.

Presentado en abril de 2016 por la Federación China de Fútbol, el documento no podía ser más ambicioso. En más de 400 páginas, el máximo organismo del fútbol nacional fijaba el rumbo del fútbol chino hasta el año 2050, cuando el país se convertiría “en una potencia futbolística de primer nivel”. Para ello, el deporte rey sería incluido en los planes de estudio de todos los niños del país desde primaria, y se construirían 20,000 centros de entrenamiento y 70,000 canchas de última generación antes de 2020. “En 2020, el equipo masculino tiene que ser uno de los mejores de Asia, posición que tomará el equipo femenino en 2030”, decía el dossier. Los fichajes y las inversiones millonarias seguían, mientras, cayendo del cielo en esa suerte de club de desarrolladores inmobiliarios de éxito que formaban la Superliga. Oscar, Fellaini, Tévez (40 millones de euros por una temporada, el mejor contrato de entonces), El Sharaawy, Hulk, Paulinho o Yannick Carrasco seguían incorporándose a una liga que no sólo invertía en nombres, también en instalaciones. Mediada la pasada década, el Guangzhou Evergrande, el club más importante del país, invirtió 200 millones de euros en la construcción de la academia para jóvenes futbolistas más grande del mundo tras firmar un acuerdo de cooperación con el Real Madrid a través del que se garantizaba la llegada de entrenadores europeos, una de las grandes debilidades del plan chino. “Antes de ser presidente, Xi Jinping tenía tres deseos: que China se clasificara para una Copa del Mundo, que organizara un campeonato mundial y que finalmente lo ganara”, añade Wing Kuang en ABC News. Espóiler: no conseguiría ninguno de los tres.

Hollywood y Copa de África
Una vez consolidado el mercado interior, que incluía claros vetos a la venta de estrellas locales a clubes extranjeros, llegó la hora de la expansión. Espoleados por el propio gobierno, los magnates surgidos en China gracias al crecimiento económico empezarían a conquistar los principales mercados no sólo del entretenimiento mundial, sino también de la energía. Algunos, incluso, por partida doble. Es el caso de Wang Jianlin, presidente de Dalian Wanda Group, megaconglomerado muy cercano a Pekín. A finales de 2016, el empresario anunció en The Hollywood Reporter que tenía intención de invertir en al menos seis estudios de Hollywood, promesa que cumpliría ese mismo año con un gasto de 2,600 millones de dólares en la cadena de televisión AMC y de 3,500 millones de dólares en Legendary Entertainment. Las producciones de Godzilla, Pacific Rim, Transformers, The Great Wall y las últimas secuelas de Fast & Furious formaron parte de un modelo de negocio que, por supuesto, exigía el blanqueamiento de algunas escenas para no influir demasiado en la taquilla china, que en 2020 superaría en volumen a la estadounidense por primera vez en la historia.

En África, Xi Jinping se fijaría en Gabón, país organizador de la Copa de África de Naciones de fútbol de 2017. Tras una visita oficial, el presidente subsahariano logró financiación para la construcción de los estadios, los hoteles, los campos de entrenamiento y las infraestructuras necesarias para organizar un evento deportivo de esas características. A cambio, China se garantizaba durante una década el 14 por ciento de las exportaciones del país, principalmente petróleo y gas. Y en Europa las cosas no iban peor. En ese ya histórico 2016, Wanda anunció la compra del 20 por ciento del Atlético de Madrid (vendió su participación en 2018), operación que abriría las puertas del gran desembarco. Inter, Wolverhampton, Espanyol, Reading, West Bromwich y Birmingham continúan estando hoy en manos capital chino, que también cuenta con intereses en el Manchester City y el Sochaux y que llegó a controlar el Milan entre 2016 y 2018.

Todo ese brillo es hoy oscuridad. Cuando Xi Jinping alcanzó el poder, China ocupaba la posición 81 en el ranking FIFA, por debajo de selecciones como Chipre o Jordania, ambas con poblaciones de apenas 8 millones de habitantes. Hoy, China ocupa la posición 74, peor que, por ejemplo, Cabo Verde, y ha sido incapaz de repetir la gesta de 2002, cuando se clasificó por primera vez para un Campeonato del Mundo. En estos años, las cosas tampoco han ido mucho mejor en la Copa Asiática de naciones, con los cuartos de final como mejor clasificación, mientras que en la Champions de Asia, sólo el Guangzhou Evergrande, doble campeón de la competición, fue capaz de alcanzar las semifinales.

Una noticia del pasado 14 de mayo acabaría por confirmar la decadencia emprendida por el fútbol chino: Pekín anunciaba la imposibilidad de organizar la Copa Asiática de naciones de 2023, prevista para junio de ese año. “Entendemos y reconocemos las circunstancias excepcionales que la pandemia del Covid-19 ha causado en la República Popular China y sus motivos para renunciar a la organización del evento”, respondió la AFC en un escueto comunicado. La decisión se sumaba a las tomadas desde el comienzo de la pandemia, cuando el gobierno bloqueó todos los eventos deportivos del país, focalizándose especialmente en aquellos de trascendencia internacional. La Fórmula 1, cuatro torneos de ATP y WTA y los Juegos Asiáticos, entre otros acontecimientos, fueron cancelados o pospuestos mientras la “tolerancia cero” ante el virus continúa vigente en todo el país, con confinamientos de millones de personas de hasta un mes de duración, como el caso de Shanghái.

Burbuja inmobiliaria
Conocida por algunos medios opositores al régimen como “la Superliga Inmobiliaria” por el origen del patrimonio de la mayoría de los propietarios de los clubes de la competición, la liga doméstica se enfrentaría antes del primer año de pandemia a una incontrolable burbuja que las autoridades se vieron incapaces de manejar. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en 1980 la economía china representaba el 2,6 por ciento de todo el volumen global; en 2020, este porcentaje se había incrementado hasta el 17 por ciento. Por el camino, más de 800 millones de personas abandonaron la pobreza y, claro, necesitaban casa. De repente, el país se sumió en una vorágine constructora que llenó el campo y las ciudades de cientos de miles bloques vacíos mientras la vivienda no dejaba de encarecerse. Según un informe del BBVA, en 2019, el 80 por ciento de la riqueza de las familias chinas se concentraba en el ladrillo, superando incluso el 65 por ciento que marcó la crisis japonesa de los 90.

“Las viviendas son para vivir en ellas, no para especular”, llegó a declarar el propio Xi Jinping cuando la crisis ya era incontrolable. Las “líneas rojas” impuestas a compañías como Fantasía Holdings, Sinic Holdings, Modern Land y Evergrande (propietaria del exitoso Guangzhou), a través de las cuales el gobierno trataba de limitar su endeudamiento, tampoco funcionaron. El resto de las actividades económicas del país mantenían un nivel de crecimiento sostenido superior al 7 por ciento, pero al mismo tiempo las acciones de Evergrande se desplomaban en bolsa, desvelando a su paso las debilidades del producto futbolístico construido durante la década anterior. En ese momento, y según datos de la propia Federación de Fútbol del país, los clubes chinos invertían “tres veces más que la J-League (Japón) y diez veces más que la K-League (Corea del Sur)”, mientras que los salarios eran “5,8 veces superiores a los de la J-League, y 11,6 veces más altos que los de Corea del Sur”. Una situación insostenible que llevaría al gobierno a tomar medidas para “evitar el autobombo empresarial e impulsar el desarrollo del deporte”. A partir de 2019, ningún club podría llevar el nombre de la compañía propietaria al tiempo que se limitaba la contratación de jugadores extranjeros.

La primera señal de alarma no tardaría en llegar. En febrero de 2021, el Jiangsu Suning, vigente campeón de la Superliga, propiedad del gigante tecnológico Suning Holdings Group (a su vez máximo accionista del Inter de Milán), anunció su disolución en un escueto comunicado. “Aunque somos reacios a dejar marchar a los jugadores que han conseguido los mayores honores para el club (...), lamentamos tener que anunciar que el Jiangsu FC suspende sus operaciones de manera inmediata”, publicó la compañía en Weibo. La catarata no había hecho más que comenzar. Al Jiangsu se unirían poco después el Chongqing Liangjang, el Qingdao FC y el Tianjin Tianhe, todos ellos también desaparecidos, y los más de 24 clubes declarados en bancarrota en el resto de categorías profesionales del fútbol chino. Incluso el todopoderoso Guangzhou tuvo que recurrir a Alibaba para sobrevivir a la crisis de Evergrande, con una deuda estimada por Bloomberg en 300,000 millones de dólares y que algunas analistas proyectan que podría impactar en la hasta ahora indestructible estabilidad financiera de China. La selección, por su parte, sumará en Qatar cinco ediciones consecutivas sin clasificarse para un Mundial.

 
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