Gazprom: la energía que surgió del fútbol

 
La hinchada del Schalke 04 muestra una camiseta gigante con el logo de Gazprom en el Veltins-Arena.

La hinchada del Schalke 04 muestra una camiseta gigante con el logo de Gazprom en el Veltins-Arena.

En 1999, Gazprom, una de las compañías energéticas más grandes del mundo y muy cercana a Vladimir Putin, firmó su primer acuerdo de patrocinio mientras se convertía en el principal suministrador de gas de Europa occidental. El agraciado fue el Zenit de San Petersburgo, pero el exitoso modelo sería enseguida replicado en otros clubes e instituciones del continente. Estrella Roja, Schalke 04 y Chelsea, así como UEFA y FIFA, acabarían por beneficiarse de las ansias expansivas de Gazprom, hoy principal garante de la soberanía energética de Alemania, vanguardia del poder blando que emana desde el Kremlin y pieza clave en la partida geopolítica que se juega sobre los gasoductos que conectan Rusia y Alemania a través del Báltico

Daniel González

La crisis económica de finales de los 90 modificó para siempre el modelo económico ruso. La caída del precio de los ‘commodities’, la desconfianza de las bolsas del sudeste asiático, el hundimiento del rublo y una inflación inasumible para una economía en constante lucha contra su propio pasado obligaron a Vladimir Putin, entonces presidente interino, y al resto de oligarcas, a imaginar un nuevo futuro para el país. El sector financiero, hasta entonces en la cima del poder blando que Rusia intentaba desplegar en occidente desde la caída del Muro de Berlín, nunca más sería considerado como un intocable tótem. ¿Capitalismo? Por supuesto, pero esta vez construido sobre la exportación de recursos naturales hacia el oeste, el gran talón de Aquiles de una Unión Europea que se encaminaba hacia la moneda única sin haber garantizado su soberanía energética.

“En tiempos de dificultades económicas es importante que la población tenga una vía de escape”, declaraba en los periódicos más cercanos al régimen Petr Radionov, entonces CEO de Gazprom, la compañía de hidrocarburos más importante del país, con sede en San Petersburgo. No en vano, la capital financiera, la más afectada por la inflación, el desempleo y el desempeño de sus bancos, se acercaba al abismo mientras las torres de oficinas, los restaurantes sobre el Nevá y los grandes y lujosos centros comerciales iban cerrando sus puertas. Fue en ese caldo de cultivo en el que Radionov, acompañado por otros oligarcas como Alexei Miller (exministro de Energía), Viktor Zubov (ex primer ministro) y el hoy expresidente Dimitri Medvédev, todos ellos directamente relacionados con Gazprom, construyeron “el mayor equipo que Rusia ha visto jamás”. El plan, a 10 años, y que comenzó en 1999 con un patrocinio en la camiseta, incluiría no sólo la inversión de cientos de millones de euros en fichajes, sino también la construcción de un moderno estadio (el más caro del mundo en el momento de su inauguración) y de todo un complejo urbanístico que cambiaría para siempre el ‘skyline’ de la señorial e imperial San Petersburgo. Gazprom, nunca lo escondió, no sólo quería la Liga de Campeones. Gazprom, según el periodista de investigación alemán Jürgen Roth “la inteligencia política, diplomática y económica del Kremlin”, también buscaba influencia en los despachos de Bruselas y Berlín y empatía en las calles del resto de ciudades europeas.

Pero para cumplir con el plan de negocio era necesario comprar el club. Como consecuencia de la llegada de Vladimir Putin al poder, y ya consolidado como uno de los hombres más poderosos e intimidantes del mundo, llegó también una profunda reestructuración de la economía rusa. Las empresas públicas se privatizaron, las que se habían privatizado durante la Perestroika y los espídicos años de la presidencia de Boris Yeltsin se ‘reorganizaron’ y los recursos naturales, el pilar sobre el que se construiría la nueva Rusia, se centralizaron en torno a un puñado de compañías cercanas a Putin y su entorno. Gazprom, ya entonces un conglomerado de proporciones gigantescas, se convirtió en una suerte de estado dentro del estado que necesitaba el deporte para, de alguna manera, esconder las irregularidades que en sólo unos años le habían llevado a convertirse en la compañía más grande de una de las súper potencias energéticas del planeta.

Así fue como en la primavera de 2005, David Traktovenko, un poderoso empresario enfrentado con parte de la cúpula moscovita, vendió a Gazprom y de manera repentina su paquete de acciones del FC Zenit San Petersburgo. Semanas después, huiría misteriosamente a Austalia. Nunca más regresó a Rusia. Mientras tanto, el Zenit empezaba a disfrutar del mejor momento de su historia. Fichó a los mejores jugadores locales, pero también a carísimas y rutilantes estrellas internacionales como Hulk, Danny y Bruno Alves mientras desarrollaba un ambicioso trabajo de cantera que tuvo a Andrei Arshavin, quizá el futbolista ruso más talentoso de los últimos 15 años, como punta de lanza. Desde entonces, el Zenit ha levantado siete títulos de liga, tres copas de Rusia y cinco supercopas, además de la Copa de la UEFA de 2008, entonces el primer título de un equipo ruso en la historia de la competición.

El eje Moscú-San Petersburgo-Berlín
En noviembre de 2005, Angela Merkel se convertía en la tercera canciller federal de Alemania tras la caída del Muro. Ese mismo mes, Berlín firmaba con Gazprom el acuerdo energético más importante y polémico de su historia. El contrato, de 25 años, garantizaba el suministro de nueve mil millones de metros cúbicos de gas natural al año a través del gasoducto Nord Stream 1, que cruzando el Báltico une las ciudades de Vyborg, en Rusia, y Greifswald, en Alemania, pero también abría una de las más delicadas situaciones diplomáticas de la historia de la Unión Europea. “Es una revisión del infame pacto Molotov-Ribbentrop”, dijo el ministro de Defensa de Polonia en el Parlamento Europeo mientras recibía el apoyo de buena parte de los tradicionales países de tránsito, amenazados por la pérdida de influencia política y económica que representaba la construcción del nuevo gasoducto marino. Las acusaciones de monopolio que recibió Gazprom, o las que recibió Merkel por romper el statu quo que había mantenido Europa tras el final de la Segunda Guerra Mundial no fueron suficientes para frenar el proyecto, que tomaría vida prácticamente al mismo tiempo que Gazprom comenzaba un nuevo patrocinio deportivo, esta vez en la Bundesliga.

El Schalke 04, orgullo obrero de la cuenca del Ruhr, histórico motor industrial alemán, sería el club afortunado en un movimiento que muchos entendieron como un camino hacia la legitimación de las operaciones de Gazprom en Alemania. El contrato, de 25 millones de euros anuales, firmado durante una visita oficial de Vladimir Putin al país, garantizaba el futuro del equipo de Gelsenkirchen, entonces con una deuda cercana a los 120 millones de euros, pero también dejaba en evidencia los 20 millones de euros anuales que recibía el Bayern por parte de Deutsche Telekom; además, incluía la exigencia de compartir talento. El Schalke estaba obligado a ceder a jugadores de su academia para desarrollarse en otros equipos patrocinados por Gazprom en Rusia, pero también se guardaba la prioridad de compra de los futbolistas rusos que mostraran capacidad para jugar en la Bundesliga. Y como sucedió un par de años antes en San Petersburgo, el Schalke 04 recuperó su prestigio convirtiéndose en un habitual de la Liga de Campeones y de las finales locales gracias a entrenadores como Felix Magath y Ralf Rangnick y a futbolistas como Raúl González, Klaas-Jan Huntelaar, Gerald Asamoah o Manuel Neuer. Era tal la influencia que Gazprom y el Kremlin tenían sobre el club que el Die Welt llegó a reproducir una llamada telefónica entre el director deportivo del Schalke y Vladimir Putin en la que el último trataba de evitar a toda costa la venta del arquero al Bayern Munich.

Entre el Danubio y el Támesis
Otro gasoducto, esta vez al sur de los Cárpatos, sería el responsable de la incursión de Gazprom en el Estrella Roja. Otrora uno de los grandes del fútbol europeo, el club de Belgrado se encontraba en 2010 en una complicadísima situación político-social que incluso amenazaba su futuro cuando la compañía rusa puso sus ojos sobre su camiseta. Dicen en Serbia que el acuerdo fue de 3,8 millones de euros por temporada, una barbaridad para un equipo alejado de los principales escaparates europeos, y que se firmó gracias a la implicación de Petar Skundric, entonces ministro de Energía y fanático del equipo. Cuentan también que el acuerdo fue clave en la compra por parte de Gazprom del 51 por ciento de la compañía petrolera estatal y en que Serbia se convirtiera en país de tránsito del South Stream, el gasoducto meridional que desde Rusia y a través de Turquía envía gas al sur de Europa. El país se desprendía de parte de su independencia energética, así que había que envolver la noticia con el anuncio de una inminente inyección de capital en el club con más seguidores de la antigua Yugoslavia. Una vez más, poder blando, fútbol y recursos naturales, la santísima trinidad con la que, Putin cumplía su objetivo de infiltrarse en los principales centros de poder de Europa occidental.

El verdadero caballo de troya ruso, sin embargo, no llegaría a Londres hasta 2012. Roman Abramovich, millonario y soldado de Vladimir Putin en occidente, se había convertido en propietario del Chelsea unos años antes, llevándolo a la élite continental y local gracias a una inversión nunca antes vista en el fútbol británico. Íntimo de Putin, quien además de ‘repartir’ con él parte de Aeroflot le ayudó a vender a Gazprom el 50 por ciento de su petrolera Sibneft, construida a su vez gracias a sus conexiones con Boris Yeltsin, Abramovich necesitaba dinero líquido para sobrevolar las estrictas normas de ‘fair play’ financiero impuestas tanto por la UEFA como por la propia Premier League. Hasta ese momento, toda la inyección de capital del Chelsea llegaba a través del dinero personal de Abramovich, que computaba en las cuentas de resultados como deuda. ¿Resultado? El Chelsea era uno de los equipos más endeudados del mundo, una situación insostenible en una competición tan ‘pulcra’ como la Premier League.

El contrato, cuya cifra jamás se hizo pública, incluía publicidad en el estadio y las camisetas, además de la obligatoriedad de disputar varios partidos al año en territorios estratégicos para la petrolera. Además, como en Gelsenkirchen, el anuncio coincidió con la noticia de que el Nord Stream 2 tendría una extensión que permitiría el transporte de gas hasta el estuario del Támesis, concretamente a la Isla de Grain, además de una ruta que conectaría las tuberías con aquellas procedentes del norte de Escandinavia. “No hay nada extraordinario, ni tampoco hay segundas intenciones en la decisión de Roman Abramovich de comprar el Chelsea. Es un club próspero, de una gran capital europea, con un gran estadio y varios hoteles. Es, simplemente, una buena inversión”, declaraba en el Times Valeri Dragánov, vicepresidente de la Federación Rusa y diputado cercano a Putin. Excusatio non petita… Ya se sabe.

Con intereses en casi una docena de clubes de fútbol además de los ya mencionados y en otros deportes como el hockey hielo, el voleyball, el esquí o la gimnasia deportiva aún faltaba la jugada definitiva de Gazprom. El patrocinio de la Liga de Campeones, que incluso llevó a UEFA a aceptar que varios clubes ucranianos de Crimea se incorporaran a las ligas rusas durante la invasión de este territorio, llegarían el tráfico de influencias, la presión en los despachos de Zúrich, Nyon y Ginebra, la posterior compra de votos y voluntades y, finalmente, el Campeonato del Mundo de Rusia de 2018, patrocinado, cómo no, por la ubicua Gazprom. “Que se afloje los bolsillos y que nos ayude. Tiene mucho dinero y ni lo sentirá”, dijo Putin sobre Abramovich una vez que el país recibió el mandato de FIFA. En la ceremonia inaugural, en el palco de autoridades, dos personas llamaban la atención por encima del resto. Alexei Miller, presidente de Gazprom, y Vladimir Putin. Roman Abramovich, perfil bajo, sonreía en la sombra. Misión cumplida.

 
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