Moda en las gradas. La pasarela de la clase obrera

 

Durante los años 70 y 80, los aficionados que acompañaban al Liverpool en sus desplazamientos continentales descubrieron a Ellesse, Sergio Tacchini, Fila y Kappa, marcas que acabarían por vestir a toda una generación. Imagen de la película ‘The Firm’ (2009).

Desde aquellos primeros ‘casuals’ que siguiendo al Liverpool de los años 70 y 80 descubrieron a Ellesse, Lacoste, Diadora, Kappa y Sergio Tacchini, hasta los recientes ‘revivals’ de Moschino, A Bathing Ape, Supreme y Off-White. La relación entre la moda y el fútbol entierra sus raíces en el siglo XIX, cuando, según la tradición, un trabajador sólo se arreglaba “para ir a la iglesia o al estadio”. Hoy, representa una industria de varios cientos de millones de dólares que desfila en las semanas de la moda de Londres, París, Milán y Nueva York mientras cautiva a futbolistas, diseñadores y aficionados

Daniel González

El 3 de abril de 2003, una noticia llenó las portadas de los tabloides británicos: un grupo de hooligans ataviados con ropa de Burberry había atacado un autobús lleno de aficionados turcos en las horas previas al partido que horas después enfrentaría a Inglaterra y Turquía en el Estadio de la Luz de Sunderland, al noreste del país. Un año después, varios pubs de Leicester, Kent, Sheffield y Newcastle tomaban la decisión de prohibir la entrada a cualquier cliente que luciera el clásico tartán al tiempo que el término ‘chav’, según el Oxford English Dictionary “un tipo de joven de bajos recursos caracterizado por un comportamiento descarado y gamberro y por el uso de ropa de diseño”, empezaba a aparecer con normalidad en la discusión política y mediática. La marca fundada en 1856, la de los grandes exploradores antárticos, pero también la del Cool Britannia que aupó a Tony Blair al 10 de Downing Street, estaba, según The Times, “diluyéndose”. En 2004, un año después de aquel partido, el diseñador Christopher Bailey tomaba las riendas de Burberry. ¿Su primera decisión? Limitar la producción de prendas que incluyeran el clásico estampado introducido por la marca en 1926. “Fue adoptado en masa por futbolistas, actores de telenovelas de serie Z y aspirantes a estrellas de ‘reality-shows’ y esa pasión pronto se filtró a las calles como un llamativo emblema de riqueza. En poco tiempo, la marca se asoció con la delincuencia y se convirtió en la etiqueta preferida de hooligans y vándalos”, escribía en The Guardian la especialista en moda Laura Barton. Rose Marie Bravo, la estrella que Burberry contrató desde Saks Fifth Avenue a finales de los 90 para convertirla en directora ejecutiva de la firma, confirmaba la tendencia. “Tuvimos un problema con el logo, pero no era sólo nuestro, sino que impactaba a diferentes marcas. Seguimos adelante y nos tratamos de ser más discretos. Antes, los cuadros aparecían en el 20 por ciento de nuestras prendas. Hoy, sin embargo, se ha reducido a un 5 por ciento”, decía Bravo a comienzos de 2005.

Pero para entender la muerte de éxito de Burberry es necesario viajar al Liverpool de comienzos de los 70, quizá la ciudad más cosmopolita y abierta de aquella gris Inglaterra que ya se asomaba a la reconversión industrial, las privatizaciones de los servicios públicos y el thatcherismo. “Los jóvenes británicos nunca se sintieron cómodos con el estilo hippie que venía de Estados Unidos. Lo veían como demasiado afeminado, demasiado ‘arty’; en definitiva, demasiado clase media. Quizá por eso nos volteamos hacia los teds de los años 50 y los mods de los 60 para así descubrir nuestra propia subcultura”, escribe Phil Thornton en ‘Casuals: Football, Fighting and Fashion. The Story of a Terrace Cult’. Son los años de la crisis del petróleo, pero también los de los movimientos migratorios surgidos tras la Segunda Guerra Mundial y la paulatina descolonización emprendida por los otrora imperios europeos. Con ellos llegaron nuevas músicas, nuevos colores y también nuevas violencias, casi siempre de origen tribal, que emergieron desde el descontento de los barrios más obreros hasta ocupar las gradas de los principales estadios del país. Y en medio de esa revolución social, el Liverpool de Keegan, Paisley, Dalglish y Souness orgullo de una clase trabajadora que sin saberlo cambiaría la forma de vestir de todo un país, empezaba a conquistar el continente acompañado por un grupo jóvenes fieles y desubicados que veían en el fútbol algo más que un deporte. Marcas como Ellesse, Slazenger, Benetton, Chevignon, Lacoste, Puma, Sergio Tacchini, Fila, Lois y Diadora, entonces completamente desconocidas en Inglaterra, además de cualquier modelo de zapatillas Adidas (Samba, Hamburg y Stan Smith eran los más codiciados) eran, de repente, el gran objeto de deseo entre aquellos muchachos que habían encontrado en las gradas una casa de acogida, ya fuera en Liverpool, Londres, Milán, París, Múnich o Ámsterdam. “El presupuesto apenas cubría los viajes y la entrada para el partido, así que la única manera de conseguir material de esas marcas era asaltando las tiendas”, escribe Thornton. Peter Hooton, cantante de los legendarios The Farm, era uno de aquellos hinchas. “Era la final de la Copa de Europa de 1981 en París frente al Real Madrid, así que varios miles viajamos en ferry el fin de semana anterior. Se había extendido el rumor de que en París había una tienda llamada The Adidas Centre que vendía tenis que no podían conseguirse en ningún otro lugar. Era como una especie de Santo Grial para nosotros y nos pasamos el fin de semana recorriendo la ciudad en su busca. Era un mito, claro, no creo que existiera. Eso sí, el lunes siguiente todas las tiendas de ropa deportiva estaban cerradas o tenían al menos un policía en la puerta”, recordaba el músico en The Scotland Herald.

Elegancia y versatilidad
La nueva ropa cubría, además, una necesidad de los propios hooligans. Tras años de refriegas y reyertas vestidos con botas Dr. Martens, chamarras bomber y bufandas del club en cuestión, los aficionados más violentos empezaban a ser reconocidos con facilidad por la policía, especialmente en los ‘awaydays’. Aquellas marcas, refinadas y originales, les permitían no sólo presumir ante las firmas rivales, sino también camuflarse. Además, solían ser cómodas, resistentes al agua y versátiles. Ideales para una pelea en el estadio o una persecución callejera, principales preocupaciones de muchos de esos aficionados durante los días de partido. Una mezcla de aquel dandismo obrero que enterraba sus raíces en el Oscar Wilde más rebelde y de la violencia estructural que había dominado Inglaterra desde la Revolución Industrial.

Y mientras el Liverpool se adueñaba de Europa, el movimiento crecía en las islas. Primero remontando el río en dirección a Manchester, donde un club, una droga y un grupo de iconoclastas estaban a punto de crear el sonido musical más influyente que el Reino Unido había ofrecido al mundo en décadas. Aquel club era The Haçienda, aquella droga era el éxtasis y aquellos jóvenes eran Inspiral Carpets, The Charlatans, Happy Mondays y The Stone Roses, herederos musicales de una subcultura que desde Liverpool empezaba a conquistar el resto del territorio británico y padres no reconocidos del posterior britpop que arrasaría en el planeta mediados los 90. “Mi estilo proviene del fútbol, de la escena casual de los estadios”, decía Liam Gallagher en 1996 a los medios horas antes de subirse al escenario de Maine Road para presentar junto a Oasis el que quizá fue el mejor concierto de su carrera. Lo hizo vestido con una sudadera Umbro y unas Adidas Samba, homenaje a sus orígenes de clase trabajadora. Su hermano Noel, más tímido, había sido un habitual de la Kippax Stand del viejo Maine Road desde su adolescencia hasta que fue derruido en 1994.

Aquella súbita expansión, que desde Manchester contagió a las principales ciudades del país y del resto de Europa, traería consigo la inclusión de nuevas marcas y de la fundación de una especie de subcultura de la subcultura. A finales de los años 90, gracias a la globalización, los acuerdos de libre comercio y el nacimiento del internet más precario, cualquiera en cualquier ciudad europea podía encontrar el modelo de Adidas, Fila, Sergio Tacchini, Aquascutum o Kappa que quisiera. La exclusividad, de alguna manera, había comenzado a perderse y fueron otras marcas, más caras, más inaccesibles, más limitadas, las que modificaron las tendencias que habían marcado las gradas (“la pasarela de la clase obrera”, como escribía Phil Thornton) en los últimos años. Fue así como Stone Island, Weekend Offender, Ma.Strum, Marshall Artist, K-Way o CP Company, cuyos abrigos incluyen unas gafas de soldador en su capucha para proteger la vista en caso de bengalas o botes de humo, se unieron al movimiento.

Asientos de front-row en París, Milán, Londres y Nueva York
El pasado verano, Dior anunció que se convertía en la marca oficial del Paris Saint-Germain fuera de las canchas. No era, ni mucho menos, un camino disruptivo el que emprendía el emblema de la moda parisina. Según el portal Highsnobiety, especializado en moda urbana, en los últimos tres años el equipo francés ha llevado a cabo colaboraciones con firmas como A Bathing Ape, Levi’s, Thierry Lasry y Andrew para poner a la venta sudaderas, chamarras vaqueras, lentes de sol y hasta tablas de skateboard. Sin contar, claro, su exitosa relación comercial con Jordan, que le ha reportado no sólo jugosos ingresos, sino también la construcción de una especialísima relación con celebridades de todo el mundo que ha llevado al club a abrir su primera boutique en Estados Unidos nada menos que en Beverly Hills. “Esta combinación de moda y celebridades ha impulsado al PSG al estatus de súper club a pesar de que no ha ganado una sola Liga de Campeones, aunque esto no importe demasiado en la época que vivimos. Convertir un club en una marca de estilo de vida es tan efectivo y quizás más rentable que gastar miles de millones para acumular trofeos de la forma en que lo hacen equipos menos preocupados por el estilo como el Chelsea y el Bayern de Múnich”, reflexionan en el portal. Durante el cambio de siglo, la edad de oro del hip-hop, los raperos aparecían en sus videoclips con camisetas de Los Angeles Lakers, Oakland Raiders o Detroit Pistons. Hace unos años, Justin Timberlake se presentó en el Madison Square Garden con una chamarra Air Jordan del PSG y no es raro ver a celebridades de Hollywood ataviadas con merchandising del equipo francés.

La tendencia, iniciada por el FC Barcelona con un acuerdo con Dsquared durante la etapa de Pep Guardiola al frente del equipo, ha tenido réplicas en varios de los principales clubes europeos. El Milan se asoció con Diesel, el Manchester City con la mencionada Dsquared, y Palace ha diseñado camisetas exclusivas para la Juventus. Hoy, marcas de primera línea como Off-White, Supreme, Gosha Rubchinskiy, Vetements, Patta y Martine Rose presentan con regularidad diseños en los que se reinventa la cultura futbolística, da igual si esta emerge desde la cancha o desde las gradas. “Los clubes se han dado cuenta de que la moda es un buen camino para comprometer a los aficionados más jóvenes. Un ejemplo perfecto es lo que hicimos en el Arsenal con la boutique 424. La colección entera se vendió en cinco minutos”, decía Héctor Bellerín en L’Uomo Vogue, uno de los futbolistas más comprometidos con la moda, hoy en el Betis. Pero quizá el paso más arriesgado lo dio Moschino hace unas semanas, cuando anunció que diseñará una línea urbana para hombres inspirada en la camiseta que lució David Seaman, histórico portero del Arsenal de los 80 y 90, la temporada 1995-1996. Fabricada por Nike con un estampado negro, fue durante años considerada una de las playeras más feas de la historia del fútbol.

Por su parte, Burberry, con Christopher Bailey elevado a gurú, resucitador y principal personalidad de la marca, cumpliría con lo prometido y tras limitar la producción de prendas con los clásicos cuadros recuperaría y reinventaría el emblema de la firma victoriana. El objetivo no era sólo volver a convertirla en un símbolo de las clases altas británicas, sino atrapar la atención de los emergentes movimientos artísticos y culturales. El rap, el trap y el reggaetón, santísima trinidad de la nueva cultura urbana, son hoy una industria estratégica para el futuro de Burberry. La renovación de votos de la marca con el fútbol no llegaría hasta noviembre de 2020, cuando Marcus Rashford, estrella del Manchester United y de la selección, se convirtió en imagen de la casa con una campaña en la que, de alguna manera, aquella moda ‘chav’ empezaba a parecer cool. Habían pasado 16 años.

 
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