Arsène Wenger: Japón y la revolución pausada

 

En 1998, Arsène Wenger se convirtió en el primer entrenador no británico en conseguir el doblete en Inglaterra. Había llegado al Arsenal sólo dos temporadas antes.

Asqueado por la corrupción del fútbol francés, Arsène Wenger abandonaría Mónaco en 1994 para aceptar una exótica oferta del Nagoya Grampus Eight en la recién creada J-League. Allí se convertiría en el líder de una romántica aventura que acabaría con una Copa del Emperador y con las puertas abiertas del Arsenal, al que transformaría hasta dejarlo irreconocible. Antes de Wenger, la Premier League era una liga provinciana, autoconsciente y resistente al cambio. Veintidós años después de su llegada, era la mejor competición deportiva del planeta

Daniel González

Vivía en Mónaco, era amigo personal de la familia real del Principado y el entrenador más sexy de Francia, pero en 1994, después de ver cómo el Olympique de Marsella, su gran rival durante un lustro en la Ligue 1, era condenado al descenso por amañar un partido ante el Valenciennes, acabó asqueado y abandonó Francia. “Fue el momento más duro de mi carrera”, reconocía en The New Yorker, la revista que hace un par de años decidió publicar una semblanza sobre la que consideraban una de las personalidades más relevantes y seminales del fútbol mundial en el siglo XXI. “En un trabajo como el mío, en el que tienes que estar pendiente de todos los detalles, ver cómo nada de lo que haces tiene valor te conduce a la tristeza”, continuaba. Arsène Wenger, aquel intelectual espigado, educado y elegante que estaba revolucionando el balompié galo, lo había dejado todo para probar suerte en Japón.

La aventura, aún exótica en aquellos lejanos 90, había comenzado sólo unos meses antes en Abu Dhabi, donde Wenger se disponía a ofrecer una serie de conferencias veraniegas auspiciadas por FIFA, destinadas a entrenadores de ligas emergentes y patrocinadas por Toyota. Serían algunos de los ejecutivos enviados al emirato por la firma japonesa los que le ofrecerían a Wenger una oferta irrechazable en el Nagoya Grampus Eight, equipo propiedad de la poderosa e influyente compañía automotriz, en la recién creada J-League. “Me dijeron que querían convertir al club en el más grande del mundo en cien años y lo encontré profundamente romántico. Me gustó la idea de ejercer de cinta transportadora de la historia, de crear algo que en el futuro sería mucho más grande”, escribía Wenger en ‘My Life and Lessons in Red and White’, su biografía oficial.

A Nagoya, a la capital de la industria automovilística japonesa, llegaría Wenger en 1994 acompañado por Boro Primorac. El técnico yugoslavo, expupilo suyo durante su etapa como técnico del Cannes y hasta esa temporada en el banquillo del Valenciennes, había sido prácticamente desterrado por el fútbol francés tras su confesión ante el juez encargado del presunto amaño del Olympique de Marsella de Bernarde Tapiè. Primorac le dijo al magistrado que tres de sus jugadores (Jacques Glasman, Jorge Burruchaga y Christopher Robert) habían recibido una importante cantidad de dinero del Olympique para “limitar su rendimiento sobre la cancha”. El Olympique descendió y los tres futbolistas y Tapiè serían duramente sancionados mientras que el políglota Primorac era rescatado por Wenger para cruzar el mundo y comenzar, sin saberlo, su posterior conquista de Inglaterra.

En Japón, Wenger descubriría la nutrición aplicada al deporte (la que años después sería una de sus grandes aportaciones a la Premier League), la disciplina y una nueva manera de entender el juego combinativo. “Japón es un país individualista, y el fútbol un deporte colectivo. Mezclar ambos conceptos me permitió abrir mi mente a otras posibilidades”, explicaba el técnico en su biografía. En sólo 18 meses en Nagoya, el francés cambiaría el club desde sus cimientos, construyendo un legado que incluyó una Copa del Emperador y un subcampeonato liguero, además de los fichajes de Gary Lineker y Dejan Stojkovic, quien viviría en el lejano oriente uno de los mejores momentos de su carrera. “Wenger cambió absolutamente todo en Japón y en este club. Demostró a los jugadores que se podía disfrutar entrenando, disfrutar jugando. Él nos enseñó lo que es el fútbol moderno”, declaraba el centrocampista reconvertido en técnico poco después de levantar el primer título de la historia del Nagoya Grampus Eight.

Llegada a Londres
“Estoy aquí porque soy un enamorado del fútbol inglés. Las raíces del juego están aquí. Me encanta todo el espíritu que rodea al Arsenal y su potencial como club”. Las primeras palabras de Arsène Wenger como técnico del equipo del norte de Londres no convencieron demasiado. La hoy histórica portada del Evening Standard, “Arséne, Who?!”, publicada sólo unos días antes de su llegada, tampoco ayudó a mejorar las cosas. Al fin y al cabo, Wenger, una figura muy reverenciada en el underground futbolístico europeo de la época, pero completamente desconocido para el gran público, era, además, francés, condición que los aficionados de Highbury no dejarían de mencionarle, casi religiosamente, durante los siguientes 14 meses. Lo recordaba hace unos meses Nick Hornby en un artículo publicado por The Guardian. “En diciembre de 1997, perdimos en casa contra el Blackburn Rovers (1-3) y los jugadores fueron abucheados fuera del campo. Highbury era un lugar infeliz. Wenger llevaba poco más de un año al frente del club, ningún aficionado del Arsenal había oído hablar de él antes de su llegada y a nadie le habría importado demasiado si lo hubieran despedido después de aquel partido. Llevábamos el tiempo suficiente viendo fútbol para saber que aquel era un equipo que no iba a ninguna parte, que necesitaba inversiones e ideas, y casi con certeza, a un nuevo entrenador”, rememoraba el escritor.

Aquel partido, sin embargo, sería el comienzo de uno de los periodos futbolísticos más longevos y excelsos de siempre en el fútbol inglés. Esa temporada, el Arsenal no volvería a perder en ninguna competición hasta mayo, cuando levantó los títulos de la Premier League (por delante del Manchester United) y de la FA Cup. Arsène Wenger, aquel silencioso, educado y desconocido francés, se había convertido en el primer técnico extranjero en conseguir un doblete en el fútbol británico. Comenzaba una era, sí, pero otra se evaporaba. “¿Cómo se transformó el club tan rápido? ¿Cómo lograron Wenger y su equipo alejar a jóvenes talentos como Cesc Fàbregas, Thierry Henry y Patrick Vieira de clubes como Barcelona, Juventus y Milan? ¿Por qué pareció llegar a la conclusión de que los porteros no importaban mucho? ¿Por qué nunca ganó una Champions League, dados los jugadores que tuvo a su disposición?”, se preguntaba Hornby.

Lo cierto es que Wenger, en sus propias palabras, había regresado de Japón “más lúcido, más desapegado, más sereno”. “Aprendí a apoderarme de situaciones mientras me iba desprendiendo de otras y eso siempre es positivo en cualquier ámbito de la vida”, señalaba el entrenador en las salas de prensa de Inglaterra mientras iba desgranando de a poco sus secretos. Durante meses, Wenger habló de nutrición, de hábitos saludables, de cómo había eliminado la vieja costumbre de algunos futbolistas de ir al pub a tomar pintas antes y después de los partidos y del esfuerzo que le había supuesto eliminar “las chocolatinas Mars, las patatas chips y los refrescos azucarados” de las instalaciones del club. “La revolución de las chocolatinas Mars”, como titulaban los tabloides. El resultado, en cambio, no pudo ser más espectacular. El Arsenal combinaba y dominaba, pero su superioridad física y atlética iban acompañadas de un rigor táctico que el francés sustentó sobre dos nombres: Terry Adams, leyenda del club y símbolo de una manera de entender el deporte que empezaba a desvanecerse, y Patrick Vieira, compendio del futbolista moderno que estaba por llegar y pionero del box-to-box que definiría a la Premier League durante las siguientes dos décadas. Sobre Adams, el último reducto de aquel Arsenal “defensivo y aburrido y defensor del 1-0” campeón de liga en 1991 y finalista de la Recopa de Europa, Wenger construiría su nuevo sistema defensivo; sobre Vieira, todo lo demás. No fue el único. A Bergkamp, ya en la plantilla antes de su llegada, se unirían Nicolas Anelka, Thierry Henry, Emmanuel Petit, Son Campbell, Robert Pires, Freddie Ljunberg, Lauren y Ashley Cole, entre muchos otros, la mezcla de talento por explotar y futbolistas semidesconocidos para el gran público con la que el Arsenal se convertiría en 2002 en el primer equipo en terminar invicto una Premier League desde el Preston North End en el siglo XIX. “Tener un abono de temporada del Arsenal en aquellos años era como vivir en Nueva York en 1959 y poder ir todas las semanas al Village Vanguard a ver a Bill Evans y Miles Davis. Si el fútbol era algo importante para ti, estabas en el lugar correcto y en el tiempo justo. No puedo pensar en otro hombre adulto que haya mejorado mi calidad de vida personal como lo hizo Arsène Wenger”, continuaba un emocionado Nick Hornby.

Globalización
Convertido en el gran símbolo de la globalización positiva que entonces representaba la Premier League (cuando llegó a Inglaterra, él y Ruud Gullit, entonces en el banquillo del Chelsea, eran los únicos managers de la competición no nacidos en las islas británicas), desde Londres Wenger transformaría los clubes ingleses desde sus raíces. Con él llegaron las ciudades deportivas de última generación, los entrenamientos específicos con el balón como epicentro y la ciencia aplicada al deporte. “En nuestra primera pretemporada, Adams y yo fuimos a verlo a su despacho. Estábamos preocupados porque teníamos la sensación de no haber entrenado lo suficiente. Nos dijo: “tengan fe. Todo está en la ciencia”. Cuatro semanas después, volábamos en todos los campos”, explicaba en ESPN Lee Dixon, uno de los pilares de aquellos primeros años.

Una vez instaladas las bases sobre el entrenamiento, la nutrición y el sistema táctico, el siguiente paso en la agenda de Wenger era revolucionar el anquilosado sistema de captación de jugadores. Pionero en el uso de la estadística avanzada con la que Billy Beane había sorprendido a la Major League of Baseball en Estados Unidos, Wenger apostaría por la formación de talento en su academia de las afueras de Londres por encima de la compra de estrellas rutilantes, modelo antagónico al que ya estaba desarrollando el Chelsea de Roman Abramovich, con capacidad para invertir 1,000 millones de libras la década siguiente. Kanu, Van Persie, Kolo Toure, Clichy, Bendtner, Walcott, Oxlade-Chamberlain o Song fueron algunos de los resultados de ese nuevo modelo wengeriano ejecutado por su inseparable Primorac.

En 22 años en Londres, Arsène Wenger ganó tres títulos de Premier League, siete de FA Cup y siete de la Community Shield. También alcanzó una final de Champions League, la de 2006, en la que fue humillado por el Barcelona de Frank Rijkaard y construyó el que entonces era el mejor estadio del país, abriendo de paso un camino comercial que más tarde seguirían Manchester City, West Ham o Tottenham Hotspurs. Todo ello antes de ser abucheado en el flamante Emirates por los propios aficionados que unos años antes lo habían elevado a deidad pagana del norte de Londres. “Mis hijos sólo han conocido a Arsène y eran muy pequeños durante su edad dorada. Se merecen soñar con un futuro mejor”, confesaba Hornby, semanas antes de su adiós. Para Hua Hsu, escritor de The New Yorker, “antes de Wenger, la Premier League era una competición provinciana, demasiado autoconsciente y resistente al cambio. Hoy es la mejor competición deportiva del planeta”.

 
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