Hooligans, ¿regresa la pesadilla? (Parte II, Polonia)

 

Tifo con el que los aficionados más radicales del Legia Varsovia recibieron hace unas semanas al Leicester en partido correspondiente a la primera fase de la Europa League.

Tras la caída del Muro de Berlín, Polonia protagonizó uno de los grandes milagros económicos de los últimos tiempos. Los abrazos al capitalismo y a las democracias liberales de Europa occidental, sin embargo, nunca se tradujeron en un cambio de valores de la siempre conservadora y religiosa clase media local. En apenas dos décadas, el país ha transitado desde el comunismo al populismo ultraderechista acompañado por los hooligans más violentos, peligrosos y temidos de Europa. De Gdansk a Cracovia, con paradas en Varsovia y Poznan, analizamos un fenómeno que ha permeado la política local hasta convertirse en una figura clave del actual statu quo que estructura Polonia

Daniel González

Apenas unos días antes de convertirse en el primer presidente polaco de la historia del Consejo Europeo, Donald Tusk fue entrevistado por el Financial Times. “De niño, era el típico hooligan. Recorríamos las calles buscando pelea. A menudo regresaba a casa sangrando por culpa de los partidos de fútbol del Legia Gdansk, el equipo de mi ciudad. La vida bajo el comunismo era muy desesperante, pero no por el terror o la pobreza. Lo que sufríamos era aburrimiento, y romper esta monotonía fue siempre una tentación”, le contaba al diario británico. La revelación, sorprendente en Europa occidental, apenas levantaría revuelo en Polonia, donde hace más de dos décadas que el hooliganismo fue introducido con éxito en la cultura popular local.

Formado políticamente en la lucha anticomunista que sindicatos como Solidaridad sostuvieron en las décadas de los 70 y 80, Tusk, de clase trabajadora y fundador de Plataforma Cívica, principal partido de centro del espectro político polaco, ganaría sus primeras elecciones generales en 2007, apenas un año después de la llamada masacre de Cracovia en la que ocho aficionados fallecieron apuñalados durante los disturbios alrededor del llamado derbi de la Guerra Santa entre Wisla Cracovia (famosos por haber lanzado un cuchillo de cocina a Dino Baggio en 1998) y KS Cracovia. “En Cracovia siempre vamos armados. Cuchillos, bates de béisbol, herramientas, cócteles Molotov… Incluso armas de fuego. Ahora están de moda las pistolas de aire comprimido”, le contaba en 2008 a Danny Dyer uno de los líderes de los Wisla Sharks en The Real Football Factories. Polonia se preparaba para organizar la Eurocopa de 2012, pero la violencia practicada por aquellos jóvenes de ultraderecha educados en gimnasios de artes marciales mixtas ya era un denominador común en estadios, autopistas y gasolineras de todo el país. Cuando Tusk repitió victoria electoral en 2011, el problema ya era un asunto de estado.

Fue precisamente en mayo de ese año cuando saltaron las alarmas en UEFA y en el gabinete del primer ministro. El Legia Varsovia y el Lech Poznan, enemigos irreconciliables y con dos de los grupos de aficionados más violentos del mundo, se enfrentaban en la final de Copa en el estadio Zdzislawa Krzyszkowiaka de Bydgoszcz, en el norte del país. A pesar de la presencia en el palco de autoridades del propio Tusk y de varios observadores de UEFA, el partido acabaría con una batalla campal sobre el césped entre ultras de uno y otro lado que sólo la presencia de un cuerpo de policía de élite armado con pelotas de goma y cañones de agua pudo contener. La siguiente semana, Tusk en persona reuniría a los presidentes y propietarios de clubes de todas las ligas profesionales del país para exigir más control sobre sus aficionados. El gobierno, por su parte, abriría las puertas a la implementación de medidas extraordinarias destinadas a acoger una Eurocopa sin incidentes en las gradas. Se dobló la presencia policial en los partidos, se identificó y fichó a los aficionados más peligrosos y se prohibió la presencia de hinchadas visitantes en los partidos considerados de “alto riesgo”; esto es, en el 80 por ciento de la liga. “Ahora estamos enfocados en los aspectos claves de la competición, y el más importante es la seguridad. Polonia no es más peligrosa que otros países europeos”, decía a CNN Adam Giersz, ministro de Deportes y Turismo en 2011, meses antes del partido inaugural de la Euro. “Nuestra legislación está inspirada en la británica. A partir de ahora, cualquiera que entre a un estadio será identificado con imagen, nombre y apellido”, añadía con seguridad.

Lo cierto es que aquella Eurocopa, un éxito rotundo en términos deportivos y organizacionales que abriría a Polonia al resto de Europa, concluyó con un único incidente, el que protagonizaron rusos y polacos antes de su enfrentamiento en la primera fase de la competición. Es decir, el plan de Tusk había funcionado, al menos hasta entonces. Ese mismo otoño, una marcha ultranacionalista convocada en el centro de Varsovia con motivo del Día de la Independencia cargada de cantos antisemitas, homófobos y racistas acabaría con graves disturbios entre policía y manifestantes, muchos de ellos hooligans que habían llegado a la capital procedentes de las principales ciudades del país. Una situación similar se viviría también en Vilna, donde un partido entre Polonia y Lituania terminaría con el uso de gas lacrimógeno por parte de la policía local. En Europa, los enfrentamientos también se sucedían durante los desplazamientos internacionales de Lech Poznan, Legia Varsovia y Wisla Cracovia, los clubes más grandes del país, pero también en casa había disturbios. En 2013, una pelea entre ultras polacos y militares mexicanos a punto estuvo de causar un conflicto diplomático entre ambos países. Según la versión de Deutsche Welle, los mexicanos estaban disfrutando de un tiempo de asueto en el puerto de Gdansk cuando fueron abordados por sorpresa por “unos 300 aficionados” del equipo local. La pelea incluso obligó a abrir una vía de comunicación urgente entre Donald Tusk y Enrique Peña Nieto, presidente de México que llamó exigiendo explicaciones por lo sucedido. “Está claro que las medidas implementadas durante la Eurocopa están fallando. Hemos eliminado la violencia de los estadios, pero se está trasladando a playas, calles y autopistas”, se justificó Tusk ante los medios mientras Robert Lewandoski, quizá el deportista más famoso del país, era acusado de antipatriota desde los sectores más ultraderechistas del gobierno por apoyar a los miles de refugiados que llegaban al país desde Oriente Medio.

El incremento de la violencia ultra en Polonia, y de su pasión por el hooliganismo, coincide en el tiempo con su rápido intento de conversión en una democracia liberal semejante a las de sus vecinos del oeste. Con una economía fortalecida (fue la única que no decreció durante la crisis de 2008), el país vive según la Unión Europea “el mejor momento de su historia”. Su mutación político-económica, sin embargo, nunca pudo proyectarse en su tejido social. Europa (la Unión Europea, en realidad) exigía libertades que los ciudadanos polacos, tradicionalmente conservadores y religiosos, no aceptaron. Una situación similar se produjo con la solidaridad que Bruselas esperaba de Varsovia en cuestiones migratorias. El gobierno polaco estaba dispuesto a hacer lo necesario para formar parte del club del Euro; sus ciudadanos, no tanto. Se lo pregunta Joana Hosa, directora del programa Wider Europe, en un artículo publicado por el European Council of Foreign Relations. “¿Qué salió mal? Quizás Polonia se transformó demasiado rápido. Los perdedores de la transformación eran demasiados; un capitalismo voraz los abrumaba, los cambios culturales los dejaban perplejos. O quizás gente como yo nunca entendió realmente Polonia. Las élites liberales pensaron que podrían llevar a Polonia a una nueva era, pero no sintieron el pulso de sus conciudadanos, en su mayoría conservadores. No pudimos apreciar cuán conservadora es Polonia, no cuando se trata de economía, sino de valores. La religión y la familia son verdaderamente clave para la identidad nacional polaca y, de hecho, son la piedra angular de la independencia. Puedes transformar la economía, pero no puedes transformar esos valores”.

Decadencia industrial y descontento social
En ese contexto, con el populista Ley y Justicia impulsando desde el gobierno la ola de euroescepticismo que atraviesa Europa desde comienzos de siglo, Andrzej Duda, el primer presidente ultraderechista de Polonia (ganó las elecciones de 2015, el año en el que Tusk fue nombrado presidente del Consejo Europeo), supo decodificar el descontento que emergía de las antaño florecientes ciudades industriales del país. Con una clase obrera en descomposición desde la caída del Muro, las contradicciones del capitalismo y el liberalismo económico no tardaron en convertir a Polonia en un símbolo de resistencia populista frente a las nuevas políticas identitarias que brotaban desde Bruselas. La inclusión de los colectivos LGTBQ, el feminismo, la acogida de refugiados de origen árabe, el aborto libre y la solidaridad entre naciones no parecían las principales prioridades de un estrato social que, como en los 70 y 80, aprendió a proyectar su frustración en el fútbol. Sólo había un pequeño matiz. A diferencia de los años más duros de la ocupación soviética, el gobierno esta vez estaba de su lado, tanto que los convirtió en la infantería de la Nueva Polonia. Los Teddy Boys ’95 del Legia Varsovia, los Sharks del Wisla Cracovia, la Brygade Banici del Lech Poznan o los Mlode Orly del Legia Gdansk son hoy los soldados que sustentan y propagan (como ya sucedió en 2016 durante su desplazamiento a Madrid en la Liga de Campeones) las ideas de Duda, quien ha aprendido a minimizar y monetizar políticamente sus asaltos, sus actos vandálicos y sus amenazas.

Así ocurrió durante la manifestación del Día de la Independencia del pasado 11 de noviembre, que reunió en Varsovia a decenas de miles de personas a pesar de la negativa del alcalde de la ciudad. “Varsovia no acogerá lemas fascistas”, dijo en un comunicado oficial. La marcha, considerada por el gobierno central como una “ceremonia estatal”, terminaría por celebrarse a pesar de la de la pirotecnia y las bengalas, de la violencia contra el mobiliario público, de las consignas homófobas, racistas y xenófobas y de las pancartas que encabezaron la marcha: “Muerte a los enemigos de la patria”, “No al LGTB” y “Pedófilos, lesbianas y gays, toda Polonia se ríe de vosotros”. Al día siguiente, Yair Lapid, ministro de Relaciones Exteriores de Israel, exigió una “condena unívoca” de Polonia ante lo que consideró “proclamas antisemitas inaceptables”. Duda, que unas horas antes había autorizado la concentración, no tardó demasiado en disculparse en su cuenta de Twitter. “La barbarie llevada a cabo por un grupo de gamberros es contraria a los valores en los que se basa la República de Polonia”, escribió el primer ministro, hoy enfrascado en una discusión diplomática con el Reino Unido después de que varios sus vástagos agredieran físicamente a la policía inglesa durante el partido que disputaron Inglaterra y Hungría en Wembley. ¿Qué hacían allí entonces los hooligans polacos? La respuesta la tiene uno de los líderes de la temible Carpathian Brigade del Ferencvaros húngaro: “Los húngaros y los polacos son dos hermanos que pelean juntos y beben juntos”. Andrzej Duda y Viktor Orbán, su homólogo en Budapest, demuestran el axioma.

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