Studio 54, Warner Bros. y Cosa Nostra: la historia del New York Cosmos

 

Pelé y Giorgio Chinaglia antes de un partido del New York Cosmos en el Giants Stadium de Nueva York.

En la década de los 70, en una Nueva York sumida en una epidemia de heroína y criminalidad, Steve Ross convirtió una compañía de pompas fúnebres en la mayor industria global del entretenimiento. Al frente de Warner Communications no sólo influiría de manera definitiva en la música, el cine o el arte, sino que a través del New York Cosmos también sembraría la semilla futbolística que años más tarde culminaría en la organización en Estados Unidos del Campeonato del Mundo de 1994

Daniel González

En 1989, una compañía fundada en Brooklyn en la década de los 60 para ofrecer “servicios funerarios” tomaba el control de Time Inc. tras desembolsar 14,000 millones de dólares. Había nacido Time Warner Inc., en ese momento el mayor conglomerado de medios de la historia de Estados Unidos. “Allí estábamos nosotros. Algunos no habíamos ido a la universidad y los que fuimos, por supuesto que no lo hicimos en la Ivy League. Y ahí estaban ellos. Tipos aristocráticos, WASPs de sangre azul con números romanos después de sus nombres. Eran agradables, pero esa gente siempre es agradable”, le contaba un ejecutivo de Warner Communications a Connie Bruck, la periodista de The New Yorker que en 1994 publicó ‘Steve Ross and the Creation of Time Warner’. Porque Time Warner, el imperio que rompería con la tradición de “un monopolio por industria” que había mantenido el orden empresarial en Estados Unidos desde el comienzo del siglo XX, fue el sueño de un empresario de origen humilde, arribista y ambicioso que supo aprovecharse de cada una de las oportunidades que le brindó aquella vibrante, y más tarde decadente, Nueva York de las décadas de los 60, 70 y 80. Por el camino no sólo se adelantó a la manera en la que se harían los negocios en Estados Unidos tras el nacimiento de internet, sino que también tendría tiempo para inventarse el equipo de fútbol más seductor de todos los tiempos: el New York Cosmos.

La historia de Steve Ross comienza en un humilde ‘project’ de Brooklyn, donde nace en 1927 en un entorno empobrecido. Descendiente de la diáspora judía anterior a la Segunda Guerra Mundial, Ross acabaría casándose con Carol Rosenthal, hija del poderoso Ed Rosenthal, a su vez propietario de Riverside Memorial Chapel (la funeraria más grande de Nueva York) y al que poco después de formalizar su matrimonio convencería de expandir el negocio a través de la renta de sus limusinas fuera de horario a clientes VIP. La aventura, la primera de muchas y un éxito prácticamente desde el inicio, no sólo pondría a Ross al frente de la empresa familiar, sino que también le abriría las puertas de algunas de las familias mafiosas más importantes de la ciudad.

Con Manny Kimmel, conocido en Manhattan como “corredor de apuestas, chantajista y consorte de gángsters” e íntimo de Joe Adonis, uno de los grandes mafiosos de la Era de la Prohibición, fundaría Kinney Service, una compañía de servicios que incluía aparcamientos y transportes de basuras, además de talleres y servicios de limpieza, en la que, según The New York Times, Abner ‘Longie’ Zwillman, boss de New Jersey, ejercía como socio capitalista. “[Ross] también contrató a Hudson Richeimer, un amigo suyo de la infancia, para trabajar en Kinney, cuyo negocio de aparcamientos se movía en un mundo turbio en el que los sobornos a policías corruptos, funcionarios sindicales y mafiosos representaban un gasto rutinario de un millón de dólares al año”, continuaba el periódico.

Acuerdo con Sinatra
El parteaguas definitivo de su trayectoria profesional llegaría tras la adquisición de una agencia de talentos, uno más de los múltiples planes de diversificación empresarial que Ross emprendería en Kinney a lo largo de los años. Con aquel, sin embargo, lograría ponerse en contacto con Frank Sinatra, a la postre figura clave en su posterior compra de Warner Bros., uno de los tres grandes estudios más importantes de Hollywood y su boleto de entrada a su anhelado Upper East Side. Resulta que Sinatra era, además de una de las estrellas de la ‘major’, accionista de su área discográfica, lo que le concedía una poderosa capacidad de veto sobre cualquier hipotético nuevo máximo accionista. Ross, íntimo de algunas de las principales familias de Nueva York, convenció a Sinatra para firmar un acuerdo personal en la sombra con Kinney antes de poner su oferta definitiva sobre la mesa. En apenas década y media, con una mezcla de intuición, instinto y audacia, Ross había emergido desde los suburbios más deprimidos de Brooklyn hasta el Rockefeller Plaza de la Quinta Avenida, donde se instalaría la nueva Warner Communications.

La Warner de Ross, que había sumado a su plan de negocios la sabiduría callejera de sus nuevos propietarios, había nacido con el objetivo de convertirse en un trasatlántico del entretenimiento a cuyas tradicionales líneas de negocio (cine y música, principalmente) se iban sumando compañías de industrias como el cómic (mediados los 70 Warner Communications adquirió DC Comics), la restauración, los parques de atracciones y los videojuegos, con Atari como gran joya de la corona. El incontestable éxito empresarial, sin embargo, jamás fue de la mano del respeto social. “Durante una cena en el apartamento de William Paley, fundador de CBS cuya hija salía entonces con Ross, éste se detuvo ante un cuadro de Picasso valorado en millones de dólares y comentó: ‘¿Sabes, Bill? La mayoría de la gente se avergonzaría de colgar una copia barata de un cuadro famoso en su salón, pero no tú’. (Paley consideraba que Ross y el Sr. Emmett eran unos declasados)”, escribía Bruck en su biografía no autorizada.

Sería precisamente en Atlantic Records, una de las divisiones más exitosas de Warner, donde Ross encontraría su billete a la eternidad. Era 1971 y los hermanos de origen turco Ahmet y Nesuhi, fundadores del sello, estaban tratando de desligarse de los nuevos propietarios, algo que Ross, un completo advenedizo de la industria musical, no estaba dispuesto a permitir. “Steve le dijo a Nesuhi: ‘Si por favor te quedas, te prometo lo que quieras’. Mi hermano, que era un ávido fanático del fútbol desde pequeño, respondió medio en broma dijo que le gustaría tener un equipo de fútbol profesional”, contaba Ahmet Ertegun en The New York Times. Fue así como nació el New York Cosmos, el equipo que cambiaría la manera en la que los estadounidenses se relacionaban con lo que siempre llamaron soccer.

A comienzos de los 70, Nueva York atravesaba el peor momento de su historia. La epidemia de heroína y el colapso de los servicios públicos incluso llevaron al presidente Gerald Ford a pedir públicamente “la muerte” de una ciudad con unas tasas de criminalidad similares a las de algunos países en vías de desarrollo. Al mismo tiempo, en Midtown, Broadway y Times Square la industria del entretenimiento empezaba a cambiar para siempre. La música disco, la cocaína, la libertad sexual y un variopinto y heterodoxo grupo de cineastas, músicos, escritores y artistas que habían elegido Manhattan como campo de operaciones se enfrentaban a la realidad mientras sellaban el comienzo de la llamada era de las ‘celebrities’. Liza Minelli, Mick Jagger, Al Pacino, Salvador Dalí, Cher, Paloma Picasso, Diane von Furstenberg y Truman Capote, la nueva aristocracia knickerbocker, preferían el Soho, el Village y Chelsea a los cocteles de etiqueta y protocolo organizados en los grandes apartamentos de Park Avenue. El nuevo dinero, surgido en su mayor parte de Wall Street y de la industria del entretenimiento, ya no quería sentarse en la misma mesa que el de los Vanderbilt, Carnegie, Rockefeller o Frick, símbolos de una ciudad ya desaparecida. Fue Steve Ross, uno de los habituales de la discoteca más famosa de la historia, quien tuvo el olfato necesario para darse cuenta de que, en realidad, fundar un equipo de fútbol en Estados Unidos para participar en una competición recién creada (la North American Soccer League) no podía ser muy diferente a organizar una gira para The Velvet Underground.

Una vez aceptado el reto, el primer paso fue buscar a “los mejores jugadores del mundo”. “Un día, Steve Ross preguntó: ‘¿Quién es el mejor jugador del mundo?’. Fue entonces cuando fuimos a buscar a Pelé. Nuestra intención era conseguir el mayor número de jugadores de diferentes países para atraer más público al estadio, así que fui a Barcelona a hablar con Johan Cruyff. He tratado con gente bastante difícil, como los managers de Led Zeppelin y Mick Jagger, pero nunca nadie tan difícil como Johan Cruyff”, recordaba Ahmet Ertegun en el libro ‘Once in a Lifetime: The Extraordinary Story of the New York Cosmos’. Así, tras unos años de adaptación, con jugadores marginales desechados por ligas europeas y sudamericanas, llegaría 1975, el año en el que Edson Arantes do Nascimento, Pelé, abandonó el Santos campeón de América y del Mundo para aceptar la desorbitada oferta de Steve Ross: dos millones de dólares anuales libres de impuestos, quizá el contrato deportivo más espectacular de todos los tiempos. Sólo un ejemplo. En ese momento, el deportista mejor pagado del país era Hank Aron, jardinero de los Atlanta Braves, quien sólo recibía 200,000 dólares por temporada. “Todo el dinero para pagar a Pelé salió de las arcas de la Warner, por lo que ese salario se dividió entre todas las divisiones de la compañía”, le dijo David Hirshey, biógrafo de Pelé, a una periodista de Vanity Fair.

El nacimiento de una tendencia
“Lo que hizo Steve Ross en el New York Cosmos marcó una tendencia en la liga. Todos queríamos tener a nuestro Pelé, así que managers, propietarios y entrenadores nos lanzamos a la búsqueda de la próxima gran estrella, incrementando de paso los precios”, recordaba en 1984 Jack Daley, presidente de los San Diego Sockers, en Sports Illustrated. Aquella fiebre del fútbol acabaría llevando a George Best y Johan Cruyff a Los Angeles Aztecs (con Rinus Michels como entrenador) y a Giorgio Chinaglia y Franz Beckenbauer al propio Cosmos, inaugurando la edad de oro de un deporte que incluso llegó a cambiar sus reglas, intocables durante más de un siglo, para adaptarlas al gusto del mercado estadounidense, más televisivo, más, como siempre quiso Ross, enfocado en el entretenimiento que en el deporte.

De aquellos años data la foto que Andy Warhol tomó a Pelé en los reservados de Studio 54, donde el brasileño prácticamente vivió durante su corta etapa en Nueva York. “Estaba en la oficina de Steve Ross y me llamó: ‘Hay un artista que quiere hablar contigo’, me dijo. Recuerdo que fue en la sala de visitas de Warner, le apreté la mano y le pregunté: ‘¿De qué posición juegas?’, y el respondió: ‘No soy futbolista, soy artista y voy a hacer una pintura suya’. También me dijo que era la única celebridad con la que había trabajado que no tendría 15 minutos de fama, sino 15 siglos”, contaba Pelé en Vanity Fair, donde también recordaba sus noches de excesos en Studio 54 junto a Diana Ross, Tina Turner, Sylvester Stallone, OJ Simpson y Sidney Poitier. “Era todo muy diferente a lo que había vivido en Brasil. Allí no podíamos ir a las discotecas, pero en Nueva York todos los lunes íbamos al Studio 54. Todo el equipo. Llevaba tres meses en la ciudad y me dije: he venido a jugar para el Cosmos. ¿Por qué estoy aquí todos los días?”, bromeaba el futbolista hace unos años.

En 1980, el SIDA, las deudas, la presión de las autoridades y la irresponsabilidad de sus propietarios llevaron a la clausura de Studio 54, poniendo fin a los que quizá fueron los tres años más salvajes de la historia de Nueva York. Ese mismo año, Warner Communications sobreviviría a un intento de absorción por parte de Rupert Murdoch que llevó a Steve Ross a deshacerse de parte de sus activos más importantes, entre ellos Atari, una de las joyas de la corona, y Global Soccer, la empresa que abrazaba las actividades del New York Cosmos. En 1985, con varias decenas de millones de dólares en deudas y con una liga en descomposición, el New York Cosmos, el embrión de la fiebre del fútbol que viviría Estados Unidos durante el Campeonato del Mundo de 1994, se desvaneció.

 
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