El día que Coca-Cola cambió el fútbol (y el marketing deportivo)

 

Mario Kempes celebra uno de sus goles ante Holanda en la final del Campeonato del Mundo de 1978 celebrada en el Monumental de Buenos Aires. Fue el primer Mundial en el que Coca-Cola ejercía como patrocinador exclusivo.

Cuando Joao Havelange alcanzó la presidencia de FIFA en 1974, el fútbol se debatía entre la indigencia y el amateurismo. Dieciocho meses después, el publicista londinense que había llevado a Benson & Hedges al European Tour de golf y el heredero de una de las grandes fortunas de Europa firmaron el primer gran acuerdo de patrocinio exclusivo del mundo del deporte mientras revolucionaban la incipiente industria del marketing. Aquellos hombres eran Patrick Nally y Horst Dassler y aquella compañía era Coca-Cola. Después de ellos, el fútbol nunca volvería a ser el mismo

Daniel González

La noche del 28 de febrero de 1988, durante la clausura de los Juegos Olímpicos de Invierno de Calgary, cerca de 500 millones de personas observaron en directo y a través de la televisión como Frank King, presidente del comité organizador, felicitaba personalmente a Eddie Edwards, ‘Eddie the Eagle’, por sus gestas en los saltos de esquí. Pocos minutos después, un coro multiétnico de 43 cantantes procedentes de 23 países tomaría el escenario para interpretar ‘Can you feel it?’, la canción con la que Coca-Cola inauguraba el contrato que le acreditaba como primer patrocinador oficial en la historia del Comité Olímpico Internacional (COI). La compañía refresquera con sede en Atlanta culminaba así una relación con el olimpismo que se remontaba a 1928, cuando los atletas de Estados Unidos pudieron disfrutar durante sus periodos de asueto de alguna las 1,000 botellas de aquel extraño elixir que la marca había enviado a Ámsterdam para apoyar a la expedición.

Pero para comprender la trascendencia histórica de aquel acuerdo es necesario viajar 14 años en el tiempo. Estamos en Zúrich, es 1974 y la FIFA, entonces una organización deportiva marginal incapaz de interpretar el valioso producto que tenía entre sus manos, acaba de elegir a Joao Havelange como presidente de la institución. El brasileño, olímpico en Berlín 1936 y Helsinki 1952 y con una probada experiencia en la gestión deportiva internacional, se había encaramado a la cima del fútbol mundial gracias a una campaña construida sobre dos promesas: el apoyo total a las federaciones en vías de desarrollo y la ampliación de los países participantes en el Campeonato del Mundo, la joya de la corona, que en España 82 pasarían de 16 a 24. “En aquellos años, no teníamos más de diez empleados. Mi mujer, el secretario, nuestro gato y yo mismo vivíamos en el edificio, así que las reuniones teníamos que hacerlas en otro lugar”, recordaba el propio Havelange en 1998 en una entrevista con la página web oficial de FIFA. En realidad, Havelange no contaba la verdad; al menos, no toda la verdad. Según el periodista Ken Bensinger, tras el Mundial de 1974, FIFA percibió unos ingresos de 25 millones de dólares, provenientes casi en su totalidad de la venta de entradas. Lo que sí está convenientemente acreditado es que durante la gestión de sir Stanley Rous, el inglés de carácter victoriano y complexión decimonónica que había antecedido en el cargo a Havelange, el fútbol parecía haberse propuesto no abandonar ni su amateurismo, ni la vocación colonialista que interpretaban en él la mayor parte de los dirigentes del fútbol británico.

FIFA disponía de un producto internacional de entretenimiento de primer nivel, seguido por millones de aficionados en todo el mundo y capaz de generar sinergias políticas y culturales en puntos tan dispares del planeta como la Unión Soviética y Reino Unido, pero era incapaz de monetizarlo. Havelange necesitaba dinero -decenas de millones de dólares, en realidad- para cumplir con sus promesas electorales. Sólo unos meses antes, los representantes de varios territorios tradicionalmente ajenos al fútbol le habían dado su confianza en forma de votos, pero aquella lluvia de inversiones, una suerte de tierra prometida para todos ellos, no parecía que fuera a llegar nunca. “Cuando llegué a la presidencia no había más de 20 dólares en la caja”, presumía Havelange en los 90, ya convertido en lord indiscutible del deporte rey.

Deporte y RRPP: la receta perfecta
Patrick Nally, un joven y exitoso publicista y relaciones públicas radicado en Londres, no sabía nada de fútbol cuando a finales de los 60 decidió asociarse con Peter West, prestigioso periodista deportivo de la BBC. “Peter y yo fuimos los primeros en trabajar de esta manera. Había un tal Mark McCormack en algún lugar de Estados Unidos tratando de contratar a las grandes figuras deportivas del momento, pero no se dedicó al negocio de patrocinar deportes hasta mucho tiempo después”, le contaría el propio Nally al periodista Andrew Jennings en 1992. Su reputación les precedía. Entre 1968 y 1972, la pareja había logrado convencer a gigantes estadounidenses como Kraft y Ford de las ventajas de anunciarse en puntos estratégicos del estadio de Twickenham, hogar del 15 de la rosa, además de llevar a Gillette a The Oval (el campo de cricket de la selección inglesa) y a Benson & Hedges a los ocho campos del recién nacido European Tour de golf. “El marketing deportivo tal y como lo conocemos hoy, lo inventamos nosotros”, aseveraba Nally en la misma entrevista.

Alentada por su éxito en las islas británicas, West Nally, como sería bautizada la nueva compañía, decidiría extender su modelo de negocio a mercados similares, como Australia y Canadá, ‘hermanos’ británicos de la Commonwealth. El movimiento, a la postre maestro, no sólo asentaría su producto como uno de los más atractivos de la entonces incipiente gestión deportiva internacional, sino que acabaría por llamar la atención de Horst Dassler, verdadero poder en la sombra del fútbol europeo. Heredero del imperio Adidas, dueño de Arena, la marca que estaba revolucionando la natación, y CEO de Adidas France, que fundaría al otro lado de la frontera tras una larga disputa familiar aún vigente, el primogénito varón de los Dassler había tejido durante años una enmarañada red clientelar que le había puesto en bandeja el control de clubes, federaciones y futbolistas de todo el continente. Además, la suerte estaba de su lado. Durante las complicadas elecciones a la presidencia de la FIFA del año 1974, Dassler había conspirado, sin demasiada suerte, contra Joao Havelange y a favor de Stanley Rous. En cualquier otro contexto, aquel movimiento habría significado el fin de una hipotética relación comercial futura entre Adidas y el máximo organismo del fútbol mundial. El flamante presidente, sin embargo, quedaría tan impresionado por su capacidad de cabildeo que le ofrecería una reunión. Al fin y al cabo, Dassler era uno de los grandes jefes de Adidas y Havelange necesitaba el dinero que había prometido a sus votantes.

“Cuando nos presentaron, habían pasado dos meses desde la final del Mundial de 1974. Me dijeron que Horst ya había celebrado varias reuniones con FIFA, pero que apenas había conseguido avanzar. Él había oído hablar de mí, pero yo no sabía quién era él y mucho menos quiénes eran la FIFA y el papel de las federaciones internacionales en el fútbol. Recuerdo que viajé a Estrasburgo y de ahí a Landersheim, donde había levantado las oficinas francesas de Adidas tras separarse de la dinastía alemana y desde donde trataba de controlar el fútbol europeo mientras peleaba con sus padres y hermanos”, recordaba hace unos años Patrick Nally en una entrevista publicada por el portal Sport Business.

Tras identificar la falta de liquidez como el principal problema al que FIFA se enfrentaba, West Nally (Patrick, en realidad; Peter siempre se mantuvo alejado de esta nueva vía de negocio) y Horst Dassler presentarían a Havelange un sencillo plan que apenas un par de años más tarde cambiaría no sólo el fútbol, sino todo el deporte profesional. La idea era simple. Hasta ese momento, la publicidad estática de los estadios y la comercialización de comida y bebida en su interior había sido propiedad del dueño del estadio. Esto es, FIFA alquilaba esas vallas publicitarias para poder cumplir con sus anunciantes, con lo que apenas había plusvalía en la transacción. El cambio de modelo propuesto por Horst y Dassler era completamente innovador. Si FIFA era la dueña del producto estrella, el deporte en sí, ¿por qué no gestionar toda esa publicidad de manera directa y sin intermediarios? Las ideas propuestas por Horst y Dassler enamorarían a FIFA, que firmó un acuerdo a través del que accedería a vender a la nueva sociedad y de manera íntegra los derechos comerciales de todos sus eventos. A partir de ahí, serían Horst y Nally quienes los venderían troceados y empaquetados a grandes compañías con el correspondiente margen de ganancia. En esta nueva estructura, en la que los millones estaban garantizados, Nally se encargaría de encontrar al mejor cliente posible, mientras que Dassler aprovecharía sus contactos y sus influencias para seguir adquiriendo voluntades en federaciones, clubes y asociaciones de futbolistas. “El futuro estaba en controlar a las federaciones, y Dassler lo sabía. Si controlas a los administradores, controlas el deporte. Horst iba a todas las reuniones del mundo del fútbol, por pequeñas que fueran, y Adidas siempre estaba presente. En aquella época, nadie tenía dinero, pero nosotros sabíamos cómo conseguirlo”, explicaba Nally. Lo que sabía Havelange, en cambio, era ganar elecciones y para eso era necesario repartir delicadamente los dividendos en los lugares adecuados. “Aquello no era otra cosa que cambiar efectivo por votos”, escribía Ken Bensinger en ‘Red Card: How the US Blew the Whistle on the World’s Biggest Sports Scandal’.

El gran contrato
Dassler cabildeaba allá donde fuera recibido, pero era Nally el encargado de lidiar con la todavía provinciana burocracia que en aquella época permitía el correcto funcionamiento de FIFA. “Me reuní con ellos en Zúrich. Eran literalmente cinco o seis, entre ellos Joao Havelange y Helmut Kaiser, el secretario general. No tenían dinero, no había seguridad. Eran como una pequeña familia. Le dije a Horst que lo que ofrecía FIFA podía ser interesante y que tenía una empresa en mente: Coca-Cola”, añadía Nally, quien en aquella reunión ocultaría su incapacidad para abrir una vía de negociación con el gigante estadounidense. Dieciocho meses después, en 1975, Patrick Nally y Horst Dassler firmaban con Coca-Cola el primer patrocinio mundial exclusivo de la historia de los deportes, previo pago, eso sí, de 10 millones de dólares. Básicamente, el acuerdo consistía, entre otras muchas cuestiones, en la creación del World Football Development Programme, una herramienta a cuyo cargo quedaría un todavía desconocido, enjuto y nada empoderado suizo llamado Joseph Blatter y con la que Coca-Cola rompería el modelo de crecimiento y expansión que había mantenido desde su fundación. Hasta ese momento, la compañía abría nuevos mercados de dos maneras: a través de los deportistas estadounidenses que competían en países extranjeros, o a través de las tropas destacadas en el exterior. Así pues, con la entrada en el programa de nuevos territorios comercialmente vírgenes como Oceanía, Asia o África ganaban todas las partes.

Nuevas academias, residencias para futbolistas, renovados campos de entrenamiento, ropa y botas de primera calidad, entrenadores con formación demostrada… De repente, los habitantes de pequeñas islas del Pacífico sur, de territorios aislados del África subsahariana, de los rincones más conflictivos de Oriente Medio e incluso de alguna república soviética podrían disfrutar del fútbol en las mismas condiciones que el occidente capitalista, un éxito que acabaría por convencer a FIFA de organizar el primer Campeonato del Mundo juvenil de la historia mientras Coca-Cola conquistaba nuevos mercados y Havelange renovaba votos. En 1977, Túnez, país árabe, musulmán y africano, organizaría el primer Mundial sub-20 de la historia, conocido entonces como FIFA Coca-Cola Cup. Un año después, Coca-Cola llegaría a Argentina como el primer patrocinador exclusivo de un Campeonato del Mundo de fútbol, el de la Junta Militar de Videla, con quien Dassler negociaría personalmente en Buenos Aires tras su golpe de estado de 1976. El éxito se repetiría cuatro años después en el Mundial de España, aunque en esta ocasión con Dassler en solitario al frente de International Sport and Leisure (ISL), compañía de nuevo cuño fundada tras su ruptura profesional con Nally. Según el escritor y sociólogo venezolano Eloy Altuve en su ensayo ‘Surgimiento de la globalización deportiva’, “Dassler y Nally crearon nuevas reglas comerciales. Se aseguraron la venta exclusiva de Coca-Cola en los estadios (por ejemplo, durante el Mundial de España, Coca-Cola desplazó a Pepsi en el Santiago Bernabéu, donde tenía un acuerdo anterior) y también se aseguraron la exclusividad de la publicidad en los estadios para los patrocinadores de FIFA. Sin duda, estaban creando las bases de la moderna comercialización deportiva”.

En 1985, Dassler pondría una muesca más en la revolución que estaba liderando al hacerse con la gestión exclusiva de todos los derechos de comercialización del COI. La hazaña, una de las más importantes de su carrera, alcanzaría su clímax en los Juegos Olímpicos de Invierno de Calgary de 1988, cuando Coca-Cola, ya convertida en socio principal del COI, jugó un papel relevante no sólo en la esponsorización del evento, sino en las propias ceremonias de apertura y clausura. Faltaban sólo ocho años para Atlanta 1996, donde el imperio refresquero ejercería de organizador de facto. Para entonces, Dassler ya había fallecido (lo hizo en 1987 a causa de un complicado cáncer). Nally, por su parte, se dedicó a inventar eventos. El primer Campeonato del Mundo de atletismo, la primera edición del Campeonato del Mundo de rugby o el primer Maratón de Londres son sólo algunos de sus éxitos.

PS. Según Statista, en 2018, año del Mundial de Rusia, FIFA ingresó en sus cuentas alrededor de 6,000 millones de euros. De ellos, 2,500 millones correspondieron a la venta de derechos televisivos.

 
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